viernes, 27 de mayo de 2011

Ripoll, Ana Botella e Ignasi Pla


José Joaquín Ripoll

A José Joaquín Ripoll le llaman Pitu tanto los amigos como los enemigos y los mediopensionistas. La pregunta del millón es: ¿cuál de las tres categorías tiene más miembros?

Con la defección de Gema Amor en Benidorm, el número de sus partidarios ha decrecido. El de quienes no le quieren, en cambio, permanece invariable, con el presidente Camps a la cabeza, por mucho que sus respectivos procesos judiciales hayan amortiguado las diferencias entre ambos.

Todo proviene de la inquebrantable fidelidad de Ripoll a dos conceptos básicos: Alicante y Eduardo Zaplana, aunque no necesariamente en este orden. Y ya se sabe que en este mundo de lealtades efímeras, oportunismos varios y cambios de chaqueta interesados, la fidelidad es una virtud en franca decadencia.

Antes de cruzarse el caso Brugal en su camino, Pitu mantenía una importante cuota de poder territorial. Ahora, en cambio, hasta la alcaldesa alicantina, Sonia Castedo, se atreve a desairarle, con la amenaza implícita de que podría perder la presidencia de la Diputación, no a manos de los electores, sino de sus propios compañeros de partido.

Y es que, si se compara el parapenting con la política, obviamente resulta mucho menos arriesgado el primero que la segunda.

Ana Botella

Le incomoda, claro, que se aluda a su homonimia con la esposa de José María Aznar, no tanto por la indeseable confusión sino porque ella es socialista y el ex presidente, en cambio, encarna el mal absoluto. También le molestan, dicen, los comentarios elogiosos sobre su palmito: eso es machismo ramplón y casposo y ella, cuidado, tiene mando en plaza sobre los cuerpos de seguridad del Estado. Así que mucho ojo.

Pese a eso, sus maneras son suaves y educadas, prefiriendo una prudente discreción a la estridencia y el protagonismo de su predecesor, Ricardo Peralta, un delegado del Gobierno que pretendía hacer sombra hasta al mismísimo presidente Camps y a quien en realidad anulaba era a su jefe de filas, Jorge Alarte: de ahí la malquerencia que le profesaba este último.

Ana Botella, por el contrario, sólo pretende servir de correa de transmisión al Gobierno de Zapatero, lo que en Valencia resulta tan impopular como tratar de vender Biblias en La Meca. Pero ahí la tienen: siempre con un gesto amable y sin perder la compostura.

Claro que, de creer a las encuestas, sólo le queda un telediario en el cargo, ante la presumible debacle socialista en las elecciones de 2012. Pero seguro que, pese a todo, ella mantendrá hasta el último segundo su inmarcesible y tímida sonrisa.

Joan Ignasi Pla

A toro pasado, muchos se lamentan —él incluido— de que hubiera dimitido de su cargo hace cuatro años, al descubrirse que no había pagado unos modestos arreglos en su piso.

En un mundo en el que sólo dimite el rijoso Strauss-Kahn tras la acusación de un delito mayúsculo, Pla fue más escrupuloso que una monja de clausura y dejó las riendas del PSPV-PSOE al que quisiera tomarlas. Ahora, vistos los resultados electorales de Jorge Alarte este 22-M, “con Joan Ignasi vivíamos mejor”, se dicen con pesar muchos militantes socialistas.

El anterior secretario general del partido cayó en una celada tendida por sus propios compañeros, como siempre sucede en estos asuntos de las conspiraciones. A partir de entonces, acudió silencioso a todas las sesiones de Las Corts como esos parias de la India se enfrentan a los trabajos más penosos de la sociedad. Sin una queja, sin un mal gesto y sin un atisbo de venganza.

Ahora, excluido del parlamento autonómico por esos mismos ajustes de cuentas internos, está en espera de destino, como se decía antaño de aquellos funcionarios de los que no se sabía qué hacer con ellos. Y es que la política da muchas satisfacciones a sus protagonistas, pero cuando vienen mal dadas dedicarse a ello es peor que trabajar en la central nuclear de Fukushima.

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