La imagen predominante de España podría ser, ¿por qué
no?, la de un país pujante y moderno, con la más amplia red ferroviaria de alta
velocidad, un porcentaje de autovías mayor que nuestros vecinos y más
aeropuertos que ellos por número de viajeros.
También, ¿por qué no?, la de un país con empresas
punteras a nivel mundial en obras públicas, telecomunicaciones, hidrocarburos
y, aunque parezca mentira, en el vilipendiado sector financiero. ¿Y qué no
decir de nuestra medicina, una de las cuatro o cinco mejores del planeta, a la
vanguardia, además, en el complejo sector del trasplante de órganos?
En vez de todo eso, las recientes noticias sobre España
la convierten, a los ojos del mundo, en una especie de parque temático de todos
los excesos: desde las borracheras de turistas en Lloret, hasta los muertos en
festejos taurinos; desde las pancartas en la Vuelta Ciclista pidiendo la
excarcelación de presos de ETA, hasta los pintorescos saqueos de Sánchez Gordillo; desde las pedorretas
de los Gobiernos autonómicos al Estado, hasta la movilización por internet para
asaltar el Congreso de los Diputados.
Incluso, como última anécdota, está el pitorreo de los
medios de comunicación internacionales sobre la grotesca restauración del Ecce Homo.
Todo esto, qué quieren que les diga, debe encantarles a
los turistas extranjeros, que están acudiendo en mayor número que el año pasado. En cambio
no parece que suceda lo mismo con las agencias de rating, el BCE, el FMI, Angela
Merkel y todos aquéllos que podrían rescatarnos del abismo al que,
indefectiblemente, nos acercamos un poco más cada día que pasa.