No sólo en la vida pública abundan las conspiraciones y las zancadillas dentro de un mismo partido político. Otro tanto sucede, también, en el mundo de la empresa privada. Mi propia experiencia personal en una multinacional y en varias grandes empresas españolas me lo han ratificado.
Pero no es igual. En el sector privado, cuando alguien pierde una batalla interna se va a otro sitio, muchas veces con más sueldo y mayores responsabilidades de las que tenía. ¿Qué sucede, sin embargo, en el mundo de la política? ¿Adónde ir y qué hacer si el horizonte profesional acaba enfrente de las propias narices de uno?
Tan difícil es cambiar de partido político que sólo lo han conseguido unos cuantos privilegiados: Rafael Blasco —ahora en el ojo del huracán—, José María Chiquillo, Rafael Ribó y pare usted de contar.
El problema de los profesionales de la política no reside sobre todo en la dificultad de encontrar acomodo en una ideología distinta de la que tenían, sino en que muchos de ellos no saben hacer gran cosa en la vida real y, claro, se aferran con uñas y dientes a lo que tienen, zancadilleando a diestro y siniestro con tal de continuar en el machito. Ésa es, sin duda, la enfermedad general de los políticos, al margen de su ideología.
Ocurre de manera permanente en el socialismo valenciano, con la zarabanda de conspiraciones internas en las que siempre se repiten los mismos nombres —Joan Lerma, Ciprià Ciscar, Ximo Puig, Jorge Alarte, Leire Pajín…— y sólo cambian las alianzas coyunturales en un momento u otro.
Con menos notoriedad, por aquello de las mieles del poder, sucede lo mismo en el PP. Pero la brusca y traumática sucesión de Francisco Camps por Alberto Fabra, con la recolocación de unos y otros al alza o a la baja, ha abierto la caja de Pandora dentro del partido.
El principal responsable de ese guirigay interno es el propio Paco Camps que “lógicamente aspira a recuperar su puesto de presidente de la Generalitat”, como me apunta alguien próximo al personaje.
Según esa tesis, “Camps tuvo la generosidad de dejar su cargo para afrontar un proceso judicial sin perjudicar al partido y ahora, una vez exonerado de toda culpa, lo normal es que se le reponga en el puesto para el que le eligieron los valencianos”.
Ya. Conociendo al personaje —que manifestó en su día ser “el político más votado del mundo occidental”—, es muy plausible dicha hipótesis, aunque ya el filósofo Heráclito se empeñó en argumentar —y Rita Barberá ha vuelto a recordarlo a su manera— que nunca la misma agua vuelve a pasar por el mismo río.
Otros ilustres colegas de Camps lo evidenciaron antes que él, con mucha prudencia, tras sendos procesos judiciales. Gabriel Cañellas, presidente balear, fue absuelto del caso Sóller al haber prescrito y el hombre se dedicó a partir de entonces a sus negocios particulares. Demetrio Madrid, presidente de Castilla y León, fue absuelto con todos los pronunciamientos favorables tras una demanda laboral y hasta tres años después no volvió discretamente a la vida política, como diputado, primero, y senador, más tarde.
¿Por qué, pues, Camps parece dispuesto poner patas arriba su partido por una mera reparación de carácter personal?
Precisamente, dada su valía muy por encima de la media de nuestra clase política, haría bien el ex presidente —ya que él puede hacerlo—, en dedicarse a otras cosas y dejar las conspiraciones y similares a aquéllos que sólo saben aferrarse a su mediocridad.