Todos
los indicadores sociales manifiestan que crece la desigualdad económica entre
las personas, no sólo en España, sino en el resto del mundo. Es un efecto
colateral de la crisis, dicen.
Lo
curioso es que cuando se propone alguna medida para paliarlo, la gente responde
negativamente. Es lo que ha sucedido en Suiza, donde se ha rechazado en
referéndum establecer un salario mínimo en 3.270 euros. “Eso haría bajar la productividad y encarecería el precio de las cosas”,
han dicho sus detractores.
Su
postura refleja algo hondamente establecido en el subconsciente colectivo: que
pretender igualar económicamente a las personas no es algo socialmente justo,
sino lo contrario.
Las
manifestaciones públicas, en cambio, van en otra dirección y el personal se
escandaliza de que los directivos de las principales empresas —Pablo Isla, Falcones, Sánchez Galán,
Alierta,…— perciban más de 7
millones anuales. Sin embargo, se queda tan frío ante los 20 millones de Messi mientras gran parte de los
futbolistas profesionales cobran cuatro duros, y eso, si los cobran.
En
la misma línea, nos ponemos como panteras cuando la presidenta del Círculo de
Empresarios, Mónica de Oriol, se
atreve a proponer la rebaja del salario mínimo a personas sin formación. Por el
contrario, nadie reflexiona en voz alta sobre la quiebra del modelo igualitario
de Fagor y el cooperativismo de Mondragón.
De
alguna manera, como en el ejemplo futbolístico, hay que considerar que “a trabajo igual, salario igual” y “a trabajo distinto, sueldo diferente”.
En
esa diferenciación movilizadora de los recursos económicos no radica la
injusticia social, sino en que el Estado no sepa reparar luego los déficits
sociales que se producen. Y, en eso, la ineficacia de nuestra Administración —y de otras— es clamorosa.
¿Cómo
va a haber luego una redistribución de la riqueza cuando nuestra fiscalidad es
decepcionante? Mientras existan paraísos fiscales para ricos, instrumentos
financieros de gran opacidad y un fraude fiscal superior al 20% de nuestro PIB,
sí que habrá injusticia. Ésta no radica, insisto, en la diferenciación de
rentas, sino en el tratamiento fiscal de esas rentas y en cómo se utilizan.
Pero hablar de eso, claro, es menos cómodo y menos fácil que hacer otro tipo de
demagogias.