No critico aquí —que también— la nefasta moda audiovisual
por la que el mismo presentador anuncia un atentado en Londres y un vigorizador
del cabello o una bebida espirituosa. La desaparición de la barrera entre
información y publicidad —antes severamente prohibida— suele envilecer a la
primera y crear confusión sobre la segunda.
Me refiero
a esa otra financiación de algunas empresas informativas y de algunos periodistas,
tan irregular, al menos, como las cuentas de Luis Bárcenas.
Los
ingresos publicitarios son necesarios, por supuesto, para la supervivencia de
los medios de comunicación. Pero bastantes de éstos han tenido también, y aún tienen,
otras percepciones mucho más opacas, procedentes tanto de instituciones públicas
como de empresas privadas deseosas de gozar de un complaciente tratamiento
informativo. ¿Por qué, entonces, si los medios de comunicación exigen que haya más
transparencia en la vida pública, no hacen lo mismo en lo referente a sus
propias cuentas?
Igual, o
más, cabría decir de algunos periodistas como, por ejemplo, aquéllos a quienes
agasajaba generosamente Jesús Gil
cuando era alcalde de Marbella y que enseguida mordieron la mano que les daba
de comer en cuanto su protector cayó en desgracia.
Ésas son
cosas de la vida que, en la mayoría de los casos, no entrañan infracción legal
alguna: viajes, gastos pagados, comidas y recepciones, regalos navideños… han
supuesto sustanciosos sobresueldos para los profesionales de la información.
Lo peor, sin
embargo, es cuando un periodista ha estado o está en la nómina encubierta de un
político, un empresario u otro personaje relevante de la vida pública. Si eso
llegáramos a saberlo los ciudadanos, ignorantes de todo ello, muchas opiniones
de tertulianos y de articulistas quedarían descalificadas de inmediato.
Todo esto
resulta excepcional, por supuesto, pero si de verdad ha llegado la hora de la
transparencia en la vida pública, mejor será que nos apliquemos el cuento todos
nosotros y así tengamos una sociedad más honesta y mejor informada.