No
pasa ni un día sin que se descubra un nuevo asunto, o dos, de corrupción en la
política española y sus aledaños. De Iñaki
Urdangarin a Luis Bárcenas, de Jaume Matas a Amy Martin, de los ERE de
Andalucía al caso Pallerols, de Félix
Millet al caso Campeón,…
Son
cientos, si no miles, los delitos de este tipo que se hallan en distintas fases
procesales ante los tribunales de Justicia. Y muchos más lo que se han
ocultado, condonado, indultado, acogido a fórmulas varias de compromiso entre
los implicados o dilatado indefinidamente su instrucción en los Juzgados.
Por
su volumen, por la cuantía de lo malversado y por la desfachatez moral de sus
autores, nos encontramos, sin exageración, ante un saqueo sistemático de las
arcas públicas en perjuicio de todos los españoles.
Algo
parecido ocurrió hace veinte años en Italia, donde el escándalo de la tangentópolis barrió a la clase política
del país —con algún suicidio incluido—, hizo desaparecer a los partidos
tradicionales y obligó a exiliarse en Túnez al ex primer ministro socialista Bettino Craxi.
En
analogía con ello, ha llegado la hora de que aquí se larguen en bloque los
políticos que nos han conducido a la catástrofe económica, social y moral
actual y vayan a la actividad privada, a ver cómo se las arreglan para ganarse
la vida honradamente.
Seguro
que hay hombres y mujeres capaces y honestos en este país que, bajo nuevas siglas, pueden representarnos con
eficacia y dignidad en las instituciones públicas.
De
no hacerse esto con presteza y con prudencia, corremos el riesgo de que la
creciente indignación social explote cualquier día e imponga ese cambio sin
ningún miramiento y, lo que es peor, sin ningún criterio.