Estamos
hasta las narices, y con razón, del elevado precio de la energía. Pero no
parecemos dispuestos a racionalizar ni su producción ni su consumo.
Queremos
mucha energía y, además, barata, para seguir con el aire acondicionado a tope,
con todos los electrodomésticos puestos a la vez y dejando encendida la luz en
habitaciones en las que ya no estamos.
Todo
esto se debe, seguramente, a nuestra dichosa manera de ser, a nuestra
idiosincrasia, que se decía antes, propia de gente amante de sus derechos pero
reacia a cumplir obligación alguna.
Por
eso mismo, porque creemos en los derechos medioambientales y defendemos la
salud colectiva, somos contrarios a las centrales nucleares, a diferencia de
otros países que carecen, como nosotros, de reservas de hidrocarburos.
También
nos oponemos, con la mejor intención, a la fracturación hidráulica o fracking, con la que extraer
agresivamente gas y petróleo del subsuelo. Incluso nos negamos siquiera a saber
si hay dichos combustibles en la costa mediterránea, a fin de no perjudicar así
a sus playas, a sus turistas y a su fauna marina.
Esa
actitud conservacionista está requetebién. Tanto, que para mantenerla hemos
subvencionado una minería de carbón obsoleta y unas energías renovables que han
costado más de lo que producían.
Fíjense
que no estoy contra nada de todo esto. Al contrario; sólo pretendo que seamos
conscientes del coste de semejante actitud o de que, si no, reduzcamos
drásticamente el consumo energético y no malgastemos nuestros escasos recursos
como niños malcriados.
Esto, al final, se traduce en que haya un
debate nacional sobre qué energía queremos, a qué coste y de qué estamos
dispuestos a prescindir para lograrlo. Todo lo demás es continuar mareando la
perdiz, pagando, además, un riñón por tan inútil mareo.