sábado, 27 de julio de 2013

Desnudos en la red



Hay quienes sí aparecen literalmente desnudos en las redes sociales, como la ex concejala Olvido Hormigos, aunque ella haya sabido sacarle el jugo al vídeo erótico colgado por un presunto novio.
Sin necesidad de ponerse en cueros, pero sí con explícitos mensajes sexuales a jovencitas, hemos visto estos días al reincidente político norteamericano Anthony Weiner, quien en su hipócrita cinismo ha hecho aparecer en público a su esposa para que diga lo mucho que le quiere.
Y es muchos usuarios de las redes sociales se retratan descarnadamente en ellas, quedando en evidencia sus ideas, prejuicios y rencores. Es lo que le ha pasado al segundo de la Marca España, Juan Carlos Gafo, con su famoso twitter sobre los “catalanes de mierda”, el cual, lógicamente, le ha costado el cargo.
La imprudencia y frivolidad con la que muchos personajes famosos manejan estas herramientas cibernéticas testimonia su ignorancia y su incultura, no sólo en el caso de los políticos, por supuesto, sino de cantantes, deportistas o actores, como los norteamericanos Ashton Kutcher o Woody Harrelson.
Cuando, además, se tiene la doble condición de político y de actor, como nuestro Toni Cantó, la gente debería andarse con más cuidado, si cabe, para no manejar estadísticas falsas, hacer comentarios impropios o matar a celebridades que ya murieron hace cinco años. Claro que peor que el del diputado de UPyD es el caso del ex secretario de la OTAN, Javier Solana, quien dio por muerto a Ariel Sharon cuando aún sigue en coma.
Estos ejemplos del riesgo de la red para sus inconscientes usuarios vienen a cuento de la horrible tragedia ferroviaria de Santiago de Compostela. Enterarnos de que el conductor del tren, Francisco José Garzón, presumía hace poco más de un año en Facebook de “ir al límite”, junto a una imagen explícita del velocímetro que lo atestiguaba, pone los pelos de punta.
Uno no sabe a qué vienen tantos alardes auto inculpatorios en las redes sociales. Sólo cabe imaginar que una inconsciente sensación de impunidad, mezclada con la vanidad y la estupidez propias del género humano, son las responsables de tanto disparate.  




jueves, 18 de julio de 2013

La balcanización de España



Tiene razón Pérez Rubalcaba al afirmar que Mariano Rajoy está sentado sobre tres volcanes, uno de los cuales se llama Cataluña. Pero ni él ni el presidente del Gobierno parecen conscientes de que este último volcán ya ha entrado en erupción y que la lava del independentismo corre aceleradamente hacia la devastación de todo su entorno.
La abrupta aparición de este tipo de fenómenos impensables e improbables hace muy poco tiempo es lo que el pensador Nassim Taleb llama un Cisne Negro, es decir, un acontecimiento no previsto, que va incluso contra la lógica estadística de lo que era previsible, pero que, en todo caso, termina por suceder.
En relación con ello, recuerdo mi conversación con una colega croata en la redacción del periódico Vecernji List, en Zagreb, en el verano de 1990. Le plateaba yo la posibilidad de un inminente conflicto con Serbia y la desintegración total de Yugoslavia: “¡Imposible! —me decía ella—. ¡Con lo bien que vivimos todos juntos sería una tontería hacerlo!
Ya ven. En poco tiempo, la Yugoslavia que dejó Tito se llegó a fragmentar en siete países diferentes, antagónicos entre sí algunos de ellos.
Esa balcanización —por usar un término que ha hecho fortuna— no resulta, pues, imposible en el caso de España.
Hablando de Cataluña, hasta los analistas más lúcidos y menos infectados de emocionalidad en sus conclusiones, como el gran periodista Xavier Vidal-Folch, admiten como escenario más probable y verosímil “el choque de trenes entre dos nacionalismos inversos”, el catalán y el español.
Por esa misma eventualidad, uno da por descontada la inevitable e irreversible —también indeseable— secesión de Cataluña del resto de España. Dicho suceso, por supuesto, inicialmente será perjudicial para todos sus protagonistas, para unos más que para otros, y llevará a una probable disgregación del conjunto del país, al modo de la Rusia post-soviética, al haber perdido el eje vertebrador que supone hoy día Cataluña.
Si esta hipótesis llega a suceder, el no haberla previsto antes, el haberla alentado incluso por ignorancia, incompetencia o cobardía, quedará para siempre como estigma de la clase política actual, una de las más egoístas, torpes y banales de la reciente —y a veces atormentada— historia de España.

  

domingo, 14 de julio de 2013

Contra los "Sanfermines"



Sobreviví —es un decir— a dos ferias de San Fermín en los años 60. Desde entonces, no he vuelto a asistir a unos festejos de tan bárbaro primitivismo, donde la épica y retadora carrera ante los toros apenas dura unos minutos frente a la orgía desatada durante el resto del día.
A mí me pasa, seguramente, como a muchos pamploneses que aprovechan las festividades sanfermineras para abandonar una ciudad entregada en gran medida al ruido, al alcohol, a la promiscuidad y a lo que se tercie.
En eso, sobre todo, radica el éxito de unas fiestas cuyo balance final no se mide por las gestas taurinas, los actos culturales realizados o la creatividad de sus participantes, sino por los heridos atendidos, las broncas contabilizadas, los comas etílicos producidos o las denuncias policiales presentadas.
Seguramente exagero y nada de eso buscan en Pamplona los miles de visitantes atraídos por la espontaneidad nada reprimida de sus fiestas. Pero es así.
En la década de los 90, cuando las cadenas televisivas españolas pasaban de los encierros de San Fermín, un canal norteamericano ofrecía con estricta puntualidad el día a día de la efeméride: herencia, sin duda de la admiración que había suscitado a Hemingway en su novela Fiesta. Ahora, en cambio, todo el mundo se apunta al espectáculo pamplonés y se escandaliza, incluso, ante las imágenes de unas jóvenes sobeteadas por todo quisque. ¡Como si eso fuese la excepción y no la norma del jocoso desmadre sanferminero!
No queramos creer, pues, que estos festejos son algo distinto que lo que son y de aceptarlos hay que hacerlo con todas sus consecuencias. Ya lo dijo en su día Julio Cortázar —y antes que él el poeta francés Paul Valéry: “El mundo no estaría mal del todo si no fuese por culpa de las fiestas”.
Pues eso.

jueves, 4 de julio de 2013

Totalitarismo islámico


El alivio occidental por la caída del islamista egipcio Mohamed Mursi contrasta con su apoyo indisimulado a los yihadistas que combaten a Bashir al Assad en Siria.
Ésta es una más de las contradicciones de los regímenes democráticos, que han aplaudido la caída de dictaduras laicas, como la del sha Reza Pahlevi en Irán y la de Sadam Hussein en Irak, para ser sustituidas por el extremismo religioso chií o por la sangrienta inestabilidad del terrorismo. Ya me dirán dónde están los cacareados beneficios para la población, al igual que en la Libia post-Gadafi, convertida en un permanente polvorín.
El final de la llamada primavera árabe no parece, pues, muy prometedor. En algunos países, como Túnez, la dictadura del corrupto Ben Alí no pudo acabar en su día con el espíritu cívico de la población ni con los derechos de la mujer, inimaginables en el resto de los países musulmanes. Ahora, en cambio, el nuevo Gobierno pretende aprobar una Constitución islámica y excluyente.
Por eso, la tutela militar de la democracia, como sucede  ahora en Egipto, casi parece inevitable. Sucedió en Argelia, donde el ejército anuló la victoria electoral del Frente Islámico de Salvación y otorgó la presidencia del país a Abdelaziz Bouteflika, un histórico de la independencia frente a los franceses. 
Pero el modelo se remonta a la Turquía de Kemal Ataturk, un militar visionario y autócrata que en el lejano 1922 abolió por la brava la teocracia, impuso el sistema métrico y el alfabeto romano, prohibió la vestimenta religiosa en público y equiparó los derechos de la mujer a los del hombre. De distintas formas, desde entonces, el ejército turco modela la vida política para controlar la intolerancia islámica.
¿Nos hallamos ante una limitación de la democracia? Por supuesto que sí, según nuestros parámetros occidentales. Sin embargo, hay quienes equiparan el extremismo islámico a otras doctrinas totalitarias, como el fascismo o el nazismo, que llegaron al poder mediante elecciones democráticas precisamente para abolir la democracia.
Por eso, algunos se preguntan: de haberse evitado por la fuerza la ascensión de Hitler, ¿no se habrían ahorrado millones de muertos en una Europa sometida a la destrucción y la barbarie?
Planteada así, la cuestión no deja de ser inquietante.