Ningún
jefe de Gobierno español ha sido tan encarnizadamente vituperado durante su
mandato como Adolfo Suárez. Y ahora
ya ven: nada más le falta la canonización para que el entusiasmo enaltecedor de
su persona sea completo.
Ésa
es una desgraciada característica de nuestro país: que sólo solemos hablar bien
de los muertos. Sobre todo sucede en la vida pública, donde se profesa un odio
feroz e implacable a los rivales políticos, en vez de considerarlos
corresponsables de una tarea común al servicio de los ciudadanos.
Un
mínimo, pero significativo, ejemplo de ello nos lo han proporcionado
precisamente las exequias del ex presidente fallecido. La hosca frialdad con la
que se han saludado los tres presidentes democráticos aún vivos —Felipe González, José María Aznar y Rodríguez
Zapatero— ha sido más que evidente. También se ha sabido el rifirrafe
protocolario de Mariano Rajoy con el
presidente del Congreso, Jesús Posada,
por haberles dado mayor protagonismo del que deseaba La Moncloa.
Con
este personal y con semejantes actitudes, parece difícil que se pueda regenerar
la vida pública y conseguir amplios acuerdos políticos en los temas de gran
trascendencia nacional, a diferencia de lo que sucede en otros países, como
Alemania, donde cohabitan eficazmente en el mismo Gobierno Angela Merkel y el socialdemócrata Sigmar Gabriel.
También,
¡qué diferencia entre la foto de esta semana de nuestros tres ex presidentes y
de la que protagonizó no hace mucho Obama
con sus homólogos norteamericanos George
Bush, padre e hijo, Bill Clinton
y Jimmy Carter! Para sus
compatriotas, todos ellos, sin distinción de color político, representan el
legado de su país y la dignidad del cargo que ostentaron.
Aquí,
en cambio, está visto que hay que esperar a que se vayan muriendo para obtener
siquiera un mínimo reconocimiento ciudadano.