jueves, 27 de marzo de 2014

Esperar a morirse



Ningún jefe de Gobierno español ha sido tan encarnizadamente vituperado durante su mandato como Adolfo Suárez. Y ahora ya ven: nada más le falta la canonización para que el entusiasmo enaltecedor de su persona sea completo.
Ésa es una desgraciada característica de nuestro país: que sólo solemos hablar bien de los muertos. Sobre todo sucede en la vida pública, donde se profesa un odio feroz e implacable a los rivales políticos, en vez de considerarlos corresponsables de una tarea común al servicio de los ciudadanos.
Un mínimo, pero significativo, ejemplo de ello nos lo han proporcionado precisamente las exequias del ex presidente fallecido. La hosca frialdad con la que se han saludado los tres presidentes democráticos aún vivos —Felipe González, José María Aznar y Rodríguez Zapatero— ha sido más que evidente. También se ha sabido el rifirrafe protocolario de Mariano Rajoy con el presidente del Congreso, Jesús Posada, por haberles dado mayor protagonismo del que deseaba La Moncloa.
Con este personal y con semejantes actitudes, parece difícil que se pueda regenerar la vida pública y conseguir amplios acuerdos políticos en los temas de gran trascendencia nacional, a diferencia de lo que sucede en otros países, como Alemania, donde cohabitan eficazmente en el mismo Gobierno Angela Merkel y el socialdemócrata Sigmar Gabriel.
También, ¡qué diferencia entre la foto de esta semana de nuestros tres ex presidentes y de la que protagonizó no hace mucho Obama con sus homólogos norteamericanos George Bush, padre e hijo, Bill Clinton y Jimmy Carter! Para sus compatriotas, todos ellos, sin distinción de color político, representan el legado de su país y la dignidad del cargo que ostentaron.
Aquí, en cambio, está visto que hay que esperar a que se vayan muriendo para obtener siquiera un mínimo reconocimiento ciudadano.

jueves, 20 de marzo de 2014

Nacionalismo y Juegos Olímpicos



El nacionalismo (los nacionalismos) ha causado hasta ahora dos guerras mundiales. Para evitar una tercera, se han creado dudosas aunque bienintencionadas organizaciones internacionales, desde la ONU hasta la Unión Europea.
Lo paradójico es que el mundo no está más unido que antes: al acabar la Segunda Guerra, había unos 90 Estados; ahora, nos acercamos a los 200. Y subiendo, a tenor de movimientos como los de Escocia, Cataluña y muchos más. ¿Hemos disminuido, por consiguiente, el riesgo de conflictos que queríamos evitar?
Lo de Ucrania es el último suceso inquietante de este tenor, pero los hay a mansalva, desde Siria o Irak hasta Chechenia y, dentro de poco, con alguna probabilidad, la inmensa China. De Europa, no hablemos, tras haber visto la fragmentación de Yugoslavia en siete países diferentes o la proliferación de Estados bálticos y caucásicos.
La exaltación del nacionalismo no sólo no es reprimida sino que se la promueve constantemente. El mayor ejemplo lo aportan las competiciones deportivas, con la exhibición de banderas y símbolos nacionales.
Hay quien dice que es mejor que las naciones se enfrenten en los estadios que en los campos de batalla. Por supuesto. Pero, ¿por qué tienen que enfrentarse las naciones y no los deportistas a pelo, al margen de organización política alguna?
La prueba de que el deporte se instrumentaliza políticamente la aporta cualquier territorio aspirante a país, que busca ser representado en el COI o en la UEFA, como ha hecho recientemente Gibraltar.
Otro ejemplo lo ofreció la pobre España, cuando hace unos años sus deportistas mostraban sus desconocidas banderas autonómicas, en una propaganda centrífuga de los regionalismos contra el Estado.
En vez de esas constantes y casi obligadas exhibiciones políticas, sería maravilloso, insisto, que en los Juegos Olímpicos, por ejemplo, compitiesen los mejores atletas a nivel individual, sin limitaciones nacionales, y en las pruebas de equipo lo hiciesen encuadrándose al margen de las divisiones territoriales existentes.
Probablemente, unos Juegos de este tipo tendrían menos repercusión mediática y generarían menos dinero. Ya. Pero no olvidemos que el dinero, de una u otra forma, está detrás de todas las guerras que en el mundo ha habido. Y de las que habrá.        

jueves, 13 de marzo de 2014

Políticos que dan pena



Los españoles creen que la mayoría de los nuestros políticos son incompetentes o corruptos. Y no les falta razón. Su inconsciencia les ha llevado a unos, por ejemplo, a exigir la independencia de Cataluña, y a otros, a que se haya llegado hasta allí sin haberse dado cuenta de ello.
Pero nuestros políticos no son más tontos que los demás. Véase, si no, a una Unión Europea ingenuamente sorprendida de que Ucrania esté al borde de costarnos una guerra que no previó ni por un segundo.
Se trata de la misma Europa Occidental que creó en Kosovo un país artificial y subsidiado, paraíso de mafias y de desempleados. O que apoyó en Egipto una revolución que llevó a las Hermanos Musulmanes al poder, que ha conseguido en Libia el caos absoluto tras Gadafi o la perpetua guerra civil en Siria, con unos terroristas apoyando a Al Assad y otros combatiéndole: ¡menuda Cruzada!
Pero la ignorancia de los políticos europeos no es mayor que la de los norteamericanos, con un George Bush que en su momento agitó el avispero del Irak hasta hacerlo invivible en la actualidad. Tampoco puede presumir de más talento que él un Obama del que se ríe hasta Putin, o un Clinton que en su día pasó más tiempo negando sus obvias relaciones sexuales con Monica Lewinsky que gobernando al país.
Esta mayúscula ignorancia de los políticos no creamos que es de ahora mismo, como quien dice, y que sus predecesores sí que eran inteligentes. ¿De qué podría presumir el británico Chamberlain, quien creía haber logrado la paz con Hitler al haberse doblegado a su apetito expansionista? ¿O Roosevelt, a quien los japoneses le bombardearon toda su Armada mientras dormía?
Unos y otros, los de aquí y los de allí, los de ahora o los de antes, los políticos parecen enterarse de lo que sucede más tarde y peor que los ciudadanos a quienes dicen representar. Como explicaba irónicamente el personaje de una película, “los políticos son unos tipos que no tienen nada que hacer, pero que tampoco saben cómo demonios hacerlo”.   

jueves, 6 de marzo de 2014

Improvisación política



Contrariamente a la presunción de Mariano Rajoy de tener ideas claras, su acción de Gobierno es un canto a la improvisación.
Lo empezó demostrando al aplicar una subida generalizada de impuestos cuando había prometido reducirlos. Luego, sobre la marcha, ha ido componiendo, enmendando y recomponiendo sus políticas en lo que él llama “adaptarse a la realidad”.
Ello no sólo en los temas económicos, donde se pasa de una amnistía fiscal a apretar las tuercas a los pequeños contribuyentes o se cambia al tuntún la factura eléctrica.
 A falta de ideas, de criterio, de ideología o de lo que sea, una nueva ocurrencia contradictoria con la anterior la sustituye tan ricamente, ya sea en la política antiterrorista, en la falsa promoción de empleo, en la financiación autonómica, en la presunta lucha contra la corrupción, etcétera, etcétera.
Lo que para unos no sería más que una demostración de cintura política, de saber adaptarse a las circunstancias, para otros no es más que una prueba de ignorancia y de desconcierto.
Pero, ojo, no culpemos de ello sólo al PP, ya que la improvisación en tareas de gobierno es consustancial a todos los partidos políticos. ¿O es que no recordamos la errática política de Rodríguez Zapatero, ora para aquí, ora para allá, según el dictado de su último consejero, el último artículo leído o la última moda de pensamiento ideológico?
Una tradición secular española ha intentado convencernos de las ventajas de esta improvisación de la que carecen otros países de nuestro entorno: “Ellos son rígidos e inflexibles, unos cabezas cuadradas, en suma”.
Quizá por eso, por la previsibilidad de las leyes y los reglamentos, no los cambian cada dos por tres, evitando que sus ciudadanos vivan en una permanente zozobra e inseguridad jurídica, como sucede en España. Aquí, entre normas estatales, autonómicas y de entes menores aprobamos cada mes casi tantas como en el resto de la Unión Europea.
Ya ven, ésa, la improvisación, es la auténtica “marca España”, y no la genialidad ni el talento de los que tanto presumimos.