jueves, 18 de abril de 2013

Hablar con los diputados



Si ignoramos hasta quiénes son nuestros diputados, ¿cómo demonios vamos a hablar con ellos?
Lo único que sabemos es que son unos hombres (o mujeres) que figuran en una lista cerrada a la que votamos cada cuatro años. Después, sólo les vemos aplaudir unánimemente en el Congreso a su líder respectivo y votar en bloque lo que les mande su partido.
Nada más.
No es exacto del todo. Ahora, a cuenta de los famosos escraches, conocemos ya los domicilios de algunos de ellos. No es que se lo hayan buscado, pobres, pero, miren por dónde, así han hallado una grieta a su inaccesibilidad.
En los países anglosajones las cosas suceden de otra manera: los ciudadanos tienen acceso a sus representantes, tanto si les han votado como si no, en oficinas habilitadas al respecto.
Un caso concreto que recuerdo: hace cuarenta años, mi malogrado amigo Toni Turull, vivía en Bristol, cuando una tubería  municipal reventó frente a su casa y la anegó totalmente. El hombre, catalanista anarquizante él, acudió al parlamentario de su distrito, quien precisamente era del partido conservador. El político, con una amabilidad exquisita, le dedicó varios días de su tiempo, aun sabiendo que jamás obtendría su voto.
Por el contrario, ¿dónde se esconden aquí nuestros diputados y senadores para que no les veamos el pelo? ¿Dónde despachan con sus compatriotas? ¿Por dónde se pasean para conocer lo que sucede en la calle?
Ni se sabe, ni ellos dan explicaciones sobre su clamorosa ausencia. Si, en cambio, tuviesen que pelear por su escaño en listas abiertas o en circunscripciones uninominales, otro gallo nos cantaría. Pero como para ello sólo necesitan hacer la pelota a los jefes del partido, los ciudadanos seguiremos sin verles el pelo.
Nada de todo esto, insisto, justifica los escraches. Pero si quienes los padecen meditasen un poco, a lo mejor entenderían algo mejor lo que está pasando.

jueves, 11 de abril de 2013

¿Qué hará Paco Camps?



La oposición valenciana, que crucificó en su día a Francisco Camps a cuenta de los trajes, pide ahora a Mariano Rajoy que lo reponga al frente de la Generalitat. Lo hace, claro, para fastidiar a Alberto Fabra y a todo el PP.
         Supongo que a esa reposición imposible también aspira el interesado. En una entrevista concedida al magazine Telva, hace ya unos meses, el hombre se consideraba con méritos suficientes y con arrestos no sólo para presidir el Gobierno valenciano, sino también el de España, si fuera menester.
         Lo malo para él es que en política no hay marcha atrás que valga. Además, como recogió el historiador Plutarco a comienzos de nuestra Era, “la mujer del César no sólo ha de ser honrada —lo que a lo mejor es el caso de Paco Camps—, sino parecerlo”, que eso sí que no.
         Hay que recordar que el nombre del ex presidente aún colea en otros temas pendientes de resolución judicial, desde el expolio de fondos públicos por Iñaki Urdangarin mediante el Instituto Nóos hasta la presunta financiación irregular del PP valenciano; por no hablar de su catastrófica gestión al frente de la Generalitat, que ha dejado la Comunidad Valenciana prácticamente en quiebra.
         Todo ello no obsta para que la reciente exculpación de Camps sea usada en las guerras internas de un PP regional dividido, con muchos ex dirigentes resentidos y/o imputados, y angustiado ante las negras perspectivas electorales que le vaticinan las encuestas.
         Ante esa agobiante situación, si el ex presidente quisiera rendir un último servicio a su partido y a su Comunidad, lo mejor es que hiciese mutis por el foro y se demostrase a sí mismo y a los demás que es capaz de ganarse la vida por su cuenta y no a costa del erario público, como ha venido haciendo hasta ahora.

domingo, 7 de abril de 2013

Saber protestar



Veo por internet la protesta en topless de unas feministas que defienden los derechos de las mujeres árabes. Pues bien: creo que la exhibición de sus pechos obedece más a darse el gustazo de hacerlo que a favorecer a las pobres islamistas oprimidas.
         La suya es una acción contraproducente, ya que imagino a los rijosos fundamentalistas coránicos diciendo: “¿Veis adónde pueden llegar nuestras mujeres si tenemos con ellas manga ancha? En vez de eso, démosles más garrotazos y pongámosles más burkas para que no se desmadren”.
         Resulta que cada vez hay más casos de éstos, en los que el personal, en su acaloramiento, se dedica a escupir hacia arriba, con lo que sus salivazos acaban cayendo en su propio ojo, en vez de alcanzar al de su oponente, como era su intención.
         De alguna manera, eso sucedió hace bien poco en nuestro país con el bienintencionado movimiento de los indignados. Algo tan espontáneo y tan justificable, que debería haber puesto a nuestros políticos frente a sus contradicciones, acabó disolviéndose como un azucarillo en cuanto algunos aprovechados intentaron utilizarlo para sus fines partidistas.
         Ahora puede ocurrir lo mismo con otras acciones de agitación ciudadana, como la de stop desahucios. Su loable intención, que cuenta con indudable apoyo popular, está deslizándose hacia el acoso y la intimidación personal a los políticos, con lo que puede salirle el tiro por la culata: si ya resulta difícil de por sí que nuestros mandatarios pisen la calle, esta sañuda persecución puede llevar a que no les veamos el pelo y sean más inaccesibles y más hoscos que nunca.
         Y es que en las protestas, como en otros afanes de la vida, si no se sabe hacer bien, puede acabar siendo peor el remedio que la enfermedad.
           

lunes, 1 de abril de 2013

Cementerios de hormigón



         La crisis ha dejado un reguero de cementerios de hormigón por toda España, habitados sólo por los esqueletos de miles de construcciones inacabadas y sin esperanza de conclusión.
         Si se tratase tan solo de obras civiles, de urbanizaciones fantasmales, hoteles en chasis y pisos sin paredes ni remates, la cosa aún tendría un pase: allá con sus promotores, pillados en el riesgo de la libre empresa, que lo mismo los hace millonarios que los convierte en parias sociales.
           Lo peor es el dinero público invertido. Y dilapidado.
        A veces se ha aplicado a obras públicas menores, como el non nato centro de la Policía Local de Alicante o el de Interpretación de Parques Naturales de Orense. Pero también a muy mayores, como los quiméricos aeropuertos de Ciudad Real o Castellón, el Centro de Artes de Alcorcón o la Ciudad de la Cultura de Santiago.
        A este despropósito monumental —nunca mejor dicho— han contribuido todas las Administraciones públicas: locales, regionales y nacionales, con decenas y decenas de miles de millones que si se hubieran dedicado a inversiones productivas otro gallo nos cantaría.
         Algunas de esas obras —como el gaditano Puente de La Pepa o la ciudad de las Artes de Valencia— han acabado costando un 60% más de lo proyectado y otras vienen renqueando desde hace veinte años sin visos de finalización.
         Lo bueno del caso es que los políticos de turno se fotografiaron en su día poniendo las primeras piedras y presumieron de esos proyectos inconclusos para ganar elecciones.
¿Dónde están esos políticos? ¿Por qué no dan la cara y se fotografían ahora sonriendo al lado sus fantasmagóricos e inútiles proyectos?
En vez de los escraches indiscriminados que se han puesto de moda, es a ellos a quienes habría que pedir responsabilidades personales, tanto de índole económica como penal por su nefasta y estúpida gestión. Si se hiciese así, seguro que sus sucesores se tentarían la ropa muy mucho antes de fotografiarse con la primera paletada de una obra que saben que nunca se acabará.