jueves, 31 de octubre de 2013

Crear una empresa



Vamos hacia una sociedad que cada vez necesitará menos trabajo asalariado, según los economistas con más criterio, como Santiago Niño Becerra y otros. Así que, o nos las ingeniamos para crearnos un empleo por nuestra cuenta, o vamos apañados.
Eso quiere decir, claro, crear nuestra propia empresa, actividad que no resulta nada fácil en nuestro país. Es más: estamos entre los que ponen más trabas en todo el mundo. Según el Banco Mundial, crear una empresa exige de promedio unos 10 trámites y lleva 23 días el hacerlo: el doble que la media de los países de la OCDE.
Y es que a nuestros legisladores lo que les gusta es poner dificultades a los ciudadanos, en lugar de facilitarles la vida, que es lo que hacen los anglosajones. Por eso, no hace mucho que la CEOE cifraba en 100.000 —lo han leído bien, 100.000— las leyes y normas de todo tipo vigentes en España.
Es decir, que constituir una empresa o establecerse como trabajador autónomo suele ser una carrera de obstáculos que, una vez superada, no proporciona la satisfacción adecuada a quien lo ha conseguido.
Por eso, entre otras razones, la crisis económica se ha cebado sobre todo en el pequeño comercio, dejando algunos barrios de las ciudades con un aspecto espectral ante tantas lonjas vacías, con los cierres y paredes de muchas de ellas llenos de grafiti.
Hace pocos días, el novelista Petros Màrkaris describía en un demoledor artículo la desolación actual de bastantes barrios de Atenas. ¡Lástima que nuestros escritores no reflejen lo que sucede en las ciudades españolas!
Pero no todo es culpa de la crisis ni de una Administración pejiguera, más proclive al papeleo que a la eficacia.
Ahora que es preciso estrujarse las meninges e idear actividades nuevas, muchos son los que optan por el recurso fácil de refugiarse en alguna franquicia —vivimos ya en un mundo franquiciado—, como si eso fuera realmente una solución y se dedican a lo que no saben, preparando con su inepcia la próxima lonja vacía, disponible para las pintadas callejeras.   

jueves, 24 de octubre de 2013

En defensa de la Ley Wert



Ni me gusta la LOMCE del ministro Wert, ni tampoco las leyes de educación anteriores a ella, pero no aceptar una profunda modificación de la enseñanza sería continuar con el despelote educativo actual.
Para evidenciarlo, tenemos, entre otros, los sucesivos informes PISA sobre los 57 países más desarrollados. Nuestros adolescentes no sólo ocupan unos puestos bajísimos en comprensión de la lengua y en matemáticas, sino que en cada evaluación lo hacen cada vez peor.
Eso, los que acaban la enseñanza secundaria, porque uno de cada cuatro arroja de antemano la toalla y hace público así su fracaso escolar.
Ya ven qué panorama. Pero es que hace poco el 90% de los aspirantes a profesores en Madrid no fueron capaces de responder correctamente a preguntas que se les hacen a alumnos de 12 años. Para su tranquilidad, esos mismos alumnos también ignoran las respuestas. Así que todos contentos en el mismo nivel de incompetencia.
Los culpables de tanto desbarajuste son, como siempre, nuestros políticos, quienes han hecho de la enseñanza su particular campo de batalla ideológico, con la inestimable colaboración de algunos sindicatos y asociaciones de padres. Para todos ellos, lo importante no es el aprendizaje de los chicos, sino un adoctrinamiento que les lleva que a cada cambio de Gobierno modifiquen los planes de estudios.
Por eso, la enseñanza tiene tantos días de huelga como lectivos. Por eso, en las protestas se exhiben eslóganes que nada tienen que ver con la educación. Por eso, en algunas Comunidades Autónomas se oponen a un mejor conocimiento del español y del inglés frente a lenguas vernáculas tan respetables como menos útiles a la comunicación allende su ámbito geográfico.
El último elemento de crítica a la LOMCE, claro está, es la exigencia de un mayor esfuerzo escolar, con exámenes, reválidas y mejores notas para conseguir becas. Como justificación a la pereza de los críticos, se arguye que la ley nos llevará 40 ó 50 años atrás. Pero es que los tales ignoran que hace medio siglo cuando un adolescente español iba a Francia a aprender el idioma daba sopa con honda a sus pariguales franceses, desde matemáticas a historia y desde comprensión lectora a biología. Lo mismo les pasaba a los primeros españolitos que fueron a obtener un máster a Estados Unidos. Tengo un amigo mayor que yo que, cuando se ausentaba el profesor por alguna razón justificable, era él el encargado de dar la lección del día a sus condiscípulos en Princeton.
Pero, claro está, admitir todo eso sería anteponer el conocimiento a la ideología y eso es algo que hoy por hoy no se estila.

jueves, 17 de octubre de 2013

No somos mejores que los políticos



Está de moda creer que nuestros políticos se llevan a paladas el dinero público, en una impúdica exhibición de corrupción.
Desde luego, una serie de escándalos (Gürtel, Nóos, EREs, etcétera), así como su impunidad judicial a fecha de hoy, no contribuyen precisamente a disipar esa imagen.
Sin embargo, España es el 30º país menos corrupto del mundo de los 176 que controla la organización Trasparencia Internacional. Incluso en los más sanos, como Suecia, recuerdo el caso de una ministra conservadora y de un parlamentario comunista que hace años coincidían sin razón aparente en viajes organizados con dinero público. El motivo real era su secreta relación sexual a costa de los contribuyentes.
De la corrupción no se salva ni Dios, parafraseando los versos de Blas de Otero. Lo evidenció The Daily Telegraph al desvelar hace cuatro años que docenas de parlamentarios británicos habían cobrado dietas por viajes que no realizaron, recibido ayudas para hipotecas que ya habían vencido y conseguido compensaciones a obras inexistentes.
Ya ven que en todas partes cuecen habas.
Por eso mismo, a la hora de denunciar a políticos sinvergüenzas, también nosotros deberíamos hacérnoslo mirar: ¿quién no ha facturado obras sin IVA, enchufado al hijo de algún amigo o pedido una receta médica para otra persona?
No nos engañemos: tenemos a los políticos que nos merecemos.
Me lo ha ratificado el caso de una amiga ucraniana, en perfecto estado de salud pero con un subsidio permanente de invalidez. ¿Cómo es eso?, le he preguntado: pues que el médico que la operó con feliz resultado volvió a certificar su incapacidad laboral a cambio de percibir de ella bajo cuerda la mitad de su pensión de por vida.
Al lado de este caso, los nuestros parecen de chichinabo. Claro que esa falta de comportamiento moral de los ciudadanos se corresponde con las actitudes de sus políticos. Mientras que aquí los nuestros sólo se atreven a increparse en el Congreso, en Kiev llegan tan ricamente a darse de puñetazos por un quítame allá esas pajas.  

jueves, 10 de octubre de 2013

La extrema derecha en Francia



Uno de los mitos más cultivados por los franceses ha sido su heroica resistencia durante la ocupación por las tropas de Hitler. Nadie se atrevió a cuestionar esa hermoseada visión de la Historia hasta que llegó la película Lucien Lacombe, de Louis Malle, treinta años después de la Liberación.
Su protagonista era un colaboracionista sin ideología, trasunto de otros miles que como él se beneficiaron de la invasión. La prueba de que los ocupantes no encontraron la hostilidad pregonada es que durante esos cuatro años nacieron 200.000 hijos de soldados alemanes y muchachas francesas, fruto muchas veces no de la violación, sino de un amor clandestino y maldito. Para ignominia de un país que no ha querido reconocer hechos tan indeseables, esos niños han pasado toda su vida avergonzados y humillados por sus propios compatriotas.
El derrumbe del mito de la Resistencia ha alcanzado hasta a sus líderes, como el equívoco y sinuoso René Hardy, y ha sido novelado en obras de una trágica belleza, como El séptimo velo, de Juan Manuel de Prada.
Todo esto sirve para explicar que la extrema derecha siempre ha tenido en Francia una amplia base social y que sólo se precisan las condiciones adecuadas para que emerja, tal como reflejan las últimas encuestas. Según ellas, el Frente Nacional de Marine Le Pen sería hoy día el partido más votado del país.
¿De dónde obtienen su músculo político los ultras? Pues del agotamiento de una sociedad desnortada y sin perspectivas, carente de una representación simbólica en la que reconocerse. ¿No resulta sintomático que el equipo nacional de baloncesto, reciente campeón europeo, lo conforme una selección de jugadores de color, liderados por el versátil y habilidoso Tony Parker?
Éste es sólo un ejemplo que desquicia a los más extremistas. Pero es que la sociedad, dirigida por una clase política mediocre y sin ambición, no forja otros valores a los que aferrarse. El discurso de la derecha y de la izquierda, a falta de argumentos de solidaridad, de esfuerzo y de cooperación, acaba por remedar estúpidamente los eslóganes de los ultras, dándoles así carta de naturaleza.
Si los políticos tradicionales no son, pues, capaces de ilusionar a la sociedad en un empeño colectivo, la extrema derecha emergente en Francia, en Grecia, en Austria, en Hungría… dejará de ser una anécdota pintoresca para convertirse en una amenaza para la convivencia de todos.