Vamos
hacia una sociedad que cada vez necesitará menos trabajo asalariado, según los
economistas con más criterio, como Santiago
Niño Becerra y otros. Así que, o nos las ingeniamos para crearnos un empleo
por nuestra cuenta, o vamos apañados.
Eso
quiere decir, claro, crear nuestra propia empresa, actividad que no resulta
nada fácil en nuestro país. Es más: estamos entre los que ponen más trabas en
todo el mundo. Según el Banco Mundial, crear una empresa exige de promedio unos
10 trámites y lleva 23 días el hacerlo: el doble que la media de los países de
la OCDE.
Y es
que a nuestros legisladores lo que les gusta es poner dificultades a los
ciudadanos, en lugar de facilitarles la vida, que es lo que hacen los
anglosajones. Por eso, no hace mucho que la CEOE cifraba en 100.000 —lo han
leído bien, 100.000— las leyes y normas de todo tipo vigentes en España.
Es
decir, que constituir una empresa o establecerse como trabajador autónomo suele
ser una carrera de obstáculos que, una vez superada, no proporciona la satisfacción
adecuada a quien lo ha conseguido.
Por
eso, entre otras razones, la crisis económica se ha cebado sobre todo en el
pequeño comercio, dejando algunos barrios de las ciudades con un aspecto
espectral ante tantas lonjas vacías, con los cierres y paredes de muchas de
ellas llenos de grafiti.
Hace
pocos días, el novelista Petros Màrkaris
describía en un demoledor artículo la desolación actual de bastantes barrios de
Atenas. ¡Lástima que nuestros escritores no reflejen lo que sucede en las
ciudades españolas!
Pero
no todo es culpa de la crisis ni de una Administración pejiguera, más proclive
al papeleo que a la eficacia.
Ahora
que es preciso estrujarse las meninges e idear actividades nuevas, muchos son
los que optan por el recurso fácil de refugiarse en alguna franquicia —vivimos
ya en un mundo franquiciado—, como si
eso fuera realmente una solución y se dedican a lo que no saben, preparando con
su inepcia la próxima lonja vacía, disponible para las pintadas
callejeras.