viernes, 29 de noviembre de 2013

La violencia de género y las otras



Pasan los años y la violencia contra las mujeres no cede. Y cada vez los maltratadores y asesinos son más jóvenes.
Algo habremos hecho mal.
Para empezar, la tipificación de esas agresiones como violencia de género, es decir, como barbarie específica y distintiva, les otorga una extraña justificación ante los matarifes que las practican, como si fuesen algo inevitable e inherente a su condición machista.
El caso es que esa violencia, como todas, no es más que la opresión del fuerte sobre el débil, el recurso a la brutalidad de quienes tienen más capacidad para ejercerla. Así, la violencia doméstica suele ser masculina, a diferencia de otras violencias más insidiosas de quienes utilizan su superioridad psicológica para llevarlas a cabo.
Aunque algunos parezcan no querer verlo, resulta más importante el sustantivo común a todo tipo de barbarie (“violencia”) que el adjetivo respectivo (“de género”, “escolar”, “laboral”, etcétera). Por eso, mientras la sociedad no desacredite toda clase de violencia, ésta podrá encontrar siempre algún resquicio de justificación para practicarla. ¿Acaso no se siguen realizando con total impunidad crueles novatadas universitarias? Claro que acabaron ya las realizadas durante la mili, pero sólo porque desapareció la conscripción forzosa de los mozos.
Se argüirá que no son comparables todas esas formas de violencia, ni siquiera la creciente crueldad juvenil contra padres desvalidos ejercida por sus vástagos. Es verdad. ¿Pero acaso no se aprecian en el bullying, esa penosa mortificación adolescente a los compañeros de clase, claros indicios de encontrarnos ante futuros maltratadores domésticos?
Dejo el tema para educadores, psicólogos y demás profesionales de la conducta humana, que tienen más conocimientos que un servidor para abordarlo. Pero uno cree que si no se combate radicalmente la violencia existente en la familia, la escuela, el ocio, los medios de comunicación… seguirán cultivándose a su amparo futuros maltratadores de sus desgraciadas parejas.
A lo mejor, en esa beligerancia de raíz contra el problema es donde, de verdad, se encuentra su solución.     

martes, 26 de noviembre de 2013

La culpa la tienen ellos



Todos los ciudadanos de este país tienen alguna idea (o varias) de cómo regenerar la vida política española. Los únicos que parecen no tener ninguna son los políticos.
Ahí radica precisamente el problema. En ellos.
O sea, que si logramos reconvertir a nuestros políticos modificando su comportamiento, cambiando su modo de organizarse (o sea, los partidos políticos), exigiéndoles ser más competentes, atribuyéndoles responsabilidades (incluso penales) y obligándoles a responder directamente ante sus electores (y no ante los partidos que los manejan) habremos regenerado nuestra democracia antes siquiera de habernos dado cuenta.
Lo primero, que los políticos sean competentes. ¿De qué, por consiguiente, esa interminable serie de asesores que no son más que enchufados a costa del erario público? Si algún político necesita asesorarse (como nos ocurre a cualquiera), tiene para ello cantidad de funcionarios públicos, se supone que bien preparados y que han superado oposiciones específicas para el cometido que se les ha asignado.
En segundo lugar: ¿quiénes deben ser políticos? Muy sencillo: los que el pueblo quiera y no los que designen unos partidos condicionados por intereses endogámicos. Hay muchos sistemas para ello: desde listas abiertas hasta bajar el umbral electoral, pasando por la circunscripción uninominal, en la que un solo candidato por partido pelee en cada distrito por ganar el voto de los electores.
Finalmente, hay que concluir con la impunidad clasista de los políticos de oficio, que entran en esa profesión en la adolescencia (en vez de continuar sus estudios) y la prolongan de por vida, jubilándose en consejos consultivos, empresas públicas y otros inútiles asesoramientos de los que no tienen ni idea (en confesión propia de ex consejeros de cajas de ahorros ante las comisiones correspondientes).
Así se acabaría con el ruinoso abultamiento de lo público, la opacidad administrativa (como la de afirmar en sede parlamentaria que los contratos públicos son confidenciales, vaya por Dios) y la irresponsable ignorancia de unos políticos asilvestrados e imbéciles.
Como ven, se trata de unas ideas mínimas para aplicar el sentido común en vez de la conveniencia partidista. Pero, claro, como la reforma está en manos de los mismos que se verían perjudicados por ella, ya me dirán cómo podemos meterla mano.    

jueves, 21 de noviembre de 2013

Reinventar el pasado



Tan listo debe ser, según él, Pedro Solbes, que en octubre de 2007 ya previó la crisis económica. En vez de tomar medidas para corregirla, aseguró en un conocido debate con Manuel Pizarro que las cosas iban como la seda. En premio a eso, repitió como ministro de Rodríguez Zapatero.

Puesto a inventarse méritos de imposible verificación, el hombre cuenta ahora en sus memorias que en 2009 propuso un plan de austeridad al presidente del Gobierno que éste se pasó por el forro y que incluso niega que su ministro se lo hubiese presentado. En vez de dimitir entonces, Pedro Solbes no lo hizo, como tampoco se le había ocurrido hacerlo dos años antes, cuando sus primeras discrepancias: prefirió seguir acomodado en su placentera poltrona ministerial.

Algo de eso les ha sucedido también a algunos informadores de Canal 9, que despotrican ahora de las imposiciones sufridas por sus jefes durante todos los años que han venido informando en su canal televisivo. ¿Por qué no lo hicieron en su momento? ¿Por qué no se largaron en desacuerdo con aquella censura?

Es que a toro pasado todo resulta más fácil. Hasta las denostadas entidades bancarias reconocen ahora, como acaba de hacerlo Caixabank, en labios de Teresa Algans, “que no todo lo hemos hecho bien”. Con esa perífrasis, se refiere a que cuando engañaban a los pequeños ahorradores con la emisión de obligaciones preferentes no ignoraban que los estaban estafando.

El común denominador de todos estos casos es el intentar reescribir el pasado, mostrándolo del modo más favorable posible a sus dudosas actuaciones. En eso, los maestros suelen ser los políticos, que presentan como Memoria Histórica lo que no suele ser más que una falsificación de la Historia. Lo anticipó George Orwell en su famoso 1984, donde estólidos funcionarios producían falsos episodios históricos con los que embaucar a las masas, y lo hicieron realidad los redactores de la Enciclopedia Soviética, adulterando el pasado a conveniencia de los jefes del partido.

Habrá que esperar, pues, unos años, para ver cómo justifican los políticos actuales sus acciones y omisiones de ahora. Nos dirán entonces que no hicieron lo que vemos que están haciendo y hasta Mariano Rajoy intentará convencernos de que fue él quien sujetó el paro, acrecentó nuestro bienestar y cumplió su programa electoral.

Como dice el dicho, vivir para ver.

jueves, 14 de noviembre de 2013

La Valencia de que presumía Camps



Aunque nadie se acuerde, hace menos de 30 meses Paco Camps era investido por tercera vez presidente de la Comunidad Valenciana.
El hombre no sabía entonces que estaba a punto de dimitir ante el juicio de los trajes del caso Gürtel y exhibió en aquel acto la fantasía quimérica de la Valencia irreal en la que creía vivir: “Una de las regiones más competitivas de Europa”, dijo él. Y eso se debía, claro está, a que en sus ocho años precedentes de mandato “hemos hecho mucho y lo hemos hecho bien”.
En su delirio megalómano, el hombre que iba a dejar a Alberto Fabra una Comunidad en bancarrota —“o cerramos la RTVV o tenemos que cerrar escuelas y hospitales”, acaba de reconocer el actual presidente— todavía osaba afirmar que su región era hace dos años “más atractiva que nunca al mundo”, que contaba con “sectores productivos líderes” y que se estaba convirtiendo bajo su hábil dirección “en la plataforma logística del Sur de Europa”.
¿Cabe mayor distorsión de la realidad?
Después de ser anunciado este mes el cierre de RTVV, sólo faltaría que Bankia quisiera ejecutar los créditos que concedió al Valencia C.F. para que desapareciese el último de los símbolos emblemáticos de la Comunidad.
Lo cierto es que durante la presidencia de Camps hubo que malvender una Terra Mítica fracasada, naufragó el proyecto de Castellón Cultural —incluida la jactanciosa Ciudad de las Lenguas—, ha habido que cerrar la Ciudad de la Luz de Alicante, se encuentra infrautilizada el Ágora de la Ciutat de les Arts, han desaparecido dos de las cuatro cajas de ahorros más importantes de España, Castellón tiene un aeropuerto fantasma, la dársena de Valencia se degrada entre el abandono y la incuria posteriores a la pretenciosa Copa América, etcétera, etcétera.
Todo eso, sin aludir a la deuda acumulada por La Comunidad, el déficit presupuestario —mayor que el autorizado por Cristóbal Montoro— y la morosidad habitual de la Generalitat.
Arreglarlo va a suponer un esfuerzo titánico para el que muchos dudan esté capacitado un PP en lógica decadencia tras el tsunami que ha supuesto el paso de Paco Camps por el Consell. Las encuestas anticipan, por otra parte, que puede ganar las próximas elecciones sin acercarse a la mayoría absoluta, con lo que ya se frotan las manos PSPV, Esquerra Unida y Compromís, que podrían formar un Gobierno tripartito.
Hay quienes opinan que eso sería pasar de Guatemala a Guatepeor, dados los programas tan disímiles de los partidos hoy en la oposición. Uno, en su modesta ignorancia, preferiría entonces un Gobierno de coalición entre populares y socialistas, dada la magnitud del desastre a solucionar. Si coaliciones de ese tipo son válidas en países como Alemania, por ejemplo, ¿por qué no habrían de serlo en España o en la Comunidad Valenciana?
Pues, seguramente, porque nosotros somos más cainitas y menos demócratas que los ciudadanos de esos otros países. 

jueves, 7 de noviembre de 2013

El fraude de las TV públicas



La ley que creó las televisiones autonómicas en 1983 no preveía que iban a costar al contribuyente varios miles de millones de euros, como así ha sido. Su modesto objetivo era aumentar la pluralidad en un país donde sólo existían dos canales estatales de TV y, sobre todo, propiciar la emisión en lenguas vernáculas distintas del castellano allá donde se hablaran.
Ya ven que ese propósito queda lejos de la hemorragia económica a que ha llevado el que España sea el país del mundo con más televisiones públicas (y más caras).
La paradoja es que justo en la época de su instauración se privatizaban o cerraban medio centenar de medios de comunicación escritos pertenecientes al Estado.
Otro absurdo no menos notorio: si era lógica la creación de teles en euskera, catalán o gallego, ¿por qué habrían de abrirse otras en castellano en el resto de España? ¿Y por qué, sobre todo, hacerlo después de la eclosión de canales privados, algunos de los cuales han acabado por cerrarse?
La única explicación de todo ello es la conveniencia de unos políticos que han usado las televisiones autonómicas en beneficio propio y de sus servidores y paniaguados.
El cierre de Canal Nou supone, al parecer, un punto de inflexión en esa sangría económica aunque acabe siendo bandera de un nuevo combate político entre los que están en el poder y quienes aspiran a sucederles.
Eso no tiene nada que ver con la condición de servicio público que proclaman los defensores de ese faraónico modelo.
La televisión sólo es pública si no da los eventos deportivos, culebrones, concursos y películas que emiten los canales privados. Eso sucede, por ejemplo, en Estados Unidos, donde, claro, la PBS tiene una modesta audiencia del 2% debido a esa apuesta por la diferenciación y la calidad.
Para mantener el monumental tinglado de nuestras televisiones autonómicas tampoco es válido el argumento de la especificidad territorial y la cobertura informativa de acontecimientos locales. Eso podría solventarse como en Alemania, donde un solo canal federal, la ZDF, tiene tres horas diarias de desconexiones para que los distintos landër del país den su propia programación diferenciada.
Esa sí que sería una televisión autonómica sostenible y no el gigantesco fraude para los contribuyentes en que se han convertido nuestras TV públicas.