miércoles, 29 de enero de 2014

¿Sobrevivirá el PP?



Las mayores críticas a Mariano Rajoy y al Gobierno actual se las vengo oyendo no a personas de izquierdas, sino a los propios votantes del PP.
Las encuestas corroboran ese estado de ánimo y manifiestan el descrédito creciente del partido y de sus dirigentes. A éstos, al parecer, no les perturban estos resultados demoscópicos, ni la aparición de otros grupos políticos, como el de Ortega Lara, que le van a disputar su espacio electoral. También se muestran displicentes, de puertas hacia afuera, ante el guirigay interno en temas como el aborto o la financiación autonómica, la espantada de personajes como Vidal-Quadras o los evidentes signos de desafección del mismísimo José María Aznar.
Según ellos, se trata de episodios coyunturales que no mermarán la solidez de un partido al que recientemente han votado diez millones de españoles.
Precisamente son esos votantes quienes reflejan su desconcierto y su descontento ante un partido que incumple de manera clamorosa sus propuestas electorales, que perjudica con sus medidas económicas sobre todo a la antes sólida clase media, que ha permitido que la secesión de Cataluña sea casi inevitable y que no acaba de sacudirse de encima una corrupción política que ha llevado a la imputación de centenares de concejales, alcaldes, diputados económicos y otros altos cargos de la Administración.
¿No se dan cuenta de que poderosos partidos de otros tiempos llegaron a desaparecer por no hacer caso de tan evidentes señales de su deterioro?
Y no me refiero necesariamente al conocido caso de la UCD de Adolfo Suárez. Tenemos el ejemplo italiano, donde la corrupción política, la tangentópolis, liquidó a la omnipotente Democracia Cristiana y de paso a todos los partidos tradicionales, de izquierdas y de derechas.
Es verdad que esas ideologías vuelven a surgir electoralmente con otros programas y otras siglas, pero también con otros dirigentes. Resulta posible, pues, que los días del partido Popular, tal como le conocemos, estén contados. Quien dice días, puede decir unos pocos años, pero de aquel PP que presumía ser el regenerador de la vida política española no queda nada de nada.

miércoles, 22 de enero de 2014

El sexo de los políticos



En Europa, las aventuras extraconyugales de los políticos y cualquier otro escarceo sexual, por sórdido que sea, siempre han quedado reducidos al ámbito de lo privado, al contrario que en Estados Unidos, donde secretas infidelidades han acabado con las aspiraciones presidenciales de muchos candidatos, desde Gary Hart a James Edwards.
Ambos mundos contrapuestos entraron en colisión cuando el affaire de Strauss-Kahn con una camarera en Nueva York y, al margen del arreglo extrajudicial entre ambos, liquidó la carrera del socialista francés y abrió la veda contra los políticos europeos. De aquellos polvos vienen ahora los lodos del escándalo de François Hollande por sus encuentros con Julie Gayet.
De España, qué les voy a decir. Lo que pasaba en las alcobas de los políticos ha sido, hasta hace poco, como un secreto de confesionario: se sabía, pero no se decía. Semanas antes de conocerse la relación del entonces vicepresidente Miguel Boyer con Isabel Presley, el ministro Fernando Morán me llamó indignado a El Periódico de Catalunya, que entonces yo dirigía: “¿Cómo se atreve a pedirme una entrevista para su diario cuando se meten en él con un compañero mío de Gabinete?”. Todo, porque el columnista Pedro Rodríguez, sin citar nombres, simplemente insinuaba en un artículo la historia de amor de un ministro y una conocida dama de la sociedad madrileña.
Ya ven cómo han cambiado los tiempos. Pero la pregunta sigue abierta: ¿la vida sexual de los políticos pertenece al ámbito privado o debe ser conocida por los ciudadanos?
Recientes noticias en España sobre la conducta de las primeras autoridades del Estado han agigantado el debate. Y no digamos nada si se trata de cargos públicos elegidos por los ciudadanos: ¿deben conocer éstos sus comportamientos privados?, ¿resultan relevantes a la hora de concederles nuestro voto y la consiguiente representación pública?
El debate, por muy permisiva que sea nuestra sociedad, todavía no ha concluido.

jueves, 16 de enero de 2014

Morirse a su hora



No sé de qué le habrán servido al dirigente israelí Ariel Sharon los ocho años que ha pasado en un coma profundo e irreversible para acabar muriéndose.
Reconozco que éste es un tema delicado, lleno de sutilezas y de prejuicios personales. Pero, al final, sólo ha supuesto el gasto de cientos de miles de euros, en detrimento, quiérase o no, de otros pacientes seguramente menos importantes políticamente y menos ricos que él.
Qué quieren que les diga: a mí me parece injusto y contraproducente el ensañamiento que supone mantener con vida a una persona más allá de sus posibilidades vitales reales. Como creo en el derecho a morir dignamente, soy partidario de firmar el testamento vital donde esa cuestión queda bien clarita; y no lo soy de la eutanasia simplemente porque no es legal, que si lo fuera…
Los humanos no estamos concebidos para durar siempre. Tampoco para que nos alarguen la existencia hasta los 120 o los 130 años, al menos con nuestra actual estructura orgánica, por mucho que la medicina pueda mantenernos con vida vegetativa. Por eso, considero mucho más sensato, más justo y más honesto, dedicar los recursos sanitarios —por desgracia, cada vez más escasos— a las personas con más futuro por delante.
Una expresión parecida a ésta del ministro japonés Taro Aso provocó un gran escándalo hace ahora un año. Pero el hombre, a sus 73 años, ahí sigue erre que erre. Uno, que también es septuagenario, como él, no entiende la hipocresía colectiva de querer conservar la vida a quienes ni de hecho ya la tienen ni la van a poder recuperar nunca.
Pienso que la solidaridad social consiste precisamente en lo contrario: en no alargar artificialmente la vida propia para que así pueda mejorarse la de quienes aún pueden gozar plenamente de ella. Por eso, más que objeto de escándalo, estas palabras sólo buscan ser motivo de reflexión.      

martes, 7 de enero de 2014

¿El último Rey?



Nunca la imagen del rey Juan Carlos I había estado tan deteriorada como ahora, según reflejan las últimas encuestas. Nunca el Monarca había perdido tanta credibilidad personal y política. Y nunca su actuación había sido tan cuestionada y controvertida como en la actualidad.
Este último aspecto resulta particularmente grave. Según nuestra Constitución, el papel institucional del Jefe del Estado es el de moderar la actividad política. Difícilmente podrá hacerlo si su propia persona es objeto de controversia y de confrontación por parte de los ciudadanos.
Querámoslo o no, así están las cosas.
Poco importan, a este respecto, los servicios que haya prestado al país hasta ahora el titular de la Corona, desde impulsar y facilitar en su día la transición política hasta convertirse en un magnífico embajador de nuestra democracia, pasando por la actuación decisiva que tuvo para abortar el golpe de Estado de Armada y Milans del Bosch. Pero en la vida, y más concretamente en la política, lo significativo no es el pasado, por relevante que haya sido, sino el presente. Y el del Rey no resulta en absoluto estimulante para sus compatriotas.
Por eso, el último y gran servicio que podría prestar a un país lleno de zozobras —desde económicas hasta institucionales— es abdicar en su hijo, Felipe de Borbón. Este aún conserva un potencial de credibilidad personal y política de la que ya carece su padre, según las encuestas anteriores.
Así, pues, la transición de uno a otro no sería tan traumática ahora como podría llegar a serlo más adelante. Pensemos que España ya tiene suficientes problemas para que se le añada —como con el paso del tiempo parece inevitable— el de que se cuestione la forma monárquica del Estado. Y eso es lo que, si Juan Carlos I prolonga su reinado, acabará por suceder.
Por ello, si el Monarca se aferra al cargo, podría darse la paradoja de que alargando su reinado contribuya a que sea él el último Rey de España.        

jueves, 2 de enero de 2014

Sobrecostes



Ni yo ni nadie sabe a estas alturas cómo acabará el plantón de la constructora Sacyr en las obras para ampliar el Canal de Panamá.
La empresa española dice que no le salen las cuentas y que necesita mil millones más de lo presupuestado para concluir las dichosas obras. Así, mientras la pertinente autoridad panameña no se los abone estarán parados los gigantescos trabajos de seis años, a solo otro más de su prevista finalización.
¿Tan mal calculó Sacyr en su día los costes de la obra proyectada? ¿Qué misterio imponderable ha encarecido de repente los presupuestos un 30% sobre la cifra inicialmente estimada?
La mayúscula sospecha es que el grupo constructor liderado por la empresa española ofertó a la baja en su pliego de licitación para así conseguir el sustancioso contrato, sabiendo que luego subiría los costes y que la otra parte acabaría por abonarlos. ¿Acaso no ha sucedido siempre así en España cuando quien paga es la Administración Pública, quien en vez de rascarse su propio bolsillo lo hace con el de los sufridos contribuyentes?
Esa es la madre del cordero: que prácticamente no hay obra pública en nuestro país sin su correspondiente sobrecoste. Eso lo sabe muy bien, por ejemplo, Santiago Calatrava, que ha esquilmado a la Valencia de Paco Camps, pero que se ha encontrado con problemas legales al querer hacer lo propio desde Nueva York hasta Venecia.
Lo peor de este turbio asunto es el daño irreparable que puede sufrir la marca España que enarbolan muchas multinacionales de nuestro país, que son empresas punteras a escala mundial en obra civil, energía, transporte o telecomunicaciones.
Y es que una cosa es pretender engañar a los de casa y otra muy distinta hacerlo a los de fuera.