Sorprende
que con un 56% de paro juvenil no sean los jóvenes españoles quienes masivamente manifiesten su
enfado social en la calle.
En
España suelen ser los mayores quienes muestran su indignación ante los abusos
sociales y políticos contra los ciudadanos. Lo hacen tanto desde el punto de
vista doctrinal —como el recientemente fallecido José Luis Sampedro—, como mediante movimientos colectivos del tipo de
los iaioflautas, los afectados por
las participaciones preferentes o las plataformas contra los desahucios.
En
cambio, existe un cierto pasotismo o un resignado fatalismo entre los jóvenes
difícil de entender. Me lo contaba una sobrina tras haberle conseguido trabajo
a un amigo treintañero que se lo había pedido: “Puedes incorporarte mañana mismo”, le dijo. “¡Ah, no!”, fue la desabrida respuesta: “Este fin de semana voy a esquiar y no pienso perderlo por nada del
mundo”.
Probablemente,
comentan algunos sociólogos, el problema de muchos jóvenes es que no lamentan
la pérdida de algo que nunca han tenido —un trabajo estable—, mientras que, en
cambio, sobreviven de la solidaridad de subsidios públicos o de la generosidad
de sus mayores.
Así
que estos últimos resultan los más damnificados: muchos de ellos han visto
rebajadas sus pensiones por la fiscalidad creciente o perdidos los ahorros de
toda la vida por la voracidad criminal de unos bancos que les han estafado con
preferentes o deuda subordinada.
Por
eso, se equivocan Mariano Rajoy y
sus congéneres al estar tan tranquilos en sus poltronas ante la falta de
contestación juvenil. Lo preocupante para ellos debería ser la creciente y
radical desafección de la gente mayor —mucha de ella votante del PP, hasta
ahora— que a la larga va a resultar mucho más devastadora para ellos de lo que
en su día fueron para Aznar la
guerra de Irak o el Prestige.