Hace
veintitantos años, la economía española iba como una moto. Recuerdo, en lo
personal, siendo yo director de El
Periódico de Cataluña, una visita al gran diario francés La Nouvelle République, en 1986. Antes
de comenzar ni siquiera a hablar, su director me reconoció: “Sí, ya sé que los
periódicos españoles nos dan sopas con honda a nosotros en tecnología”.
Dos
años más tarde, en California, el director de The Orange County Register presumía ante mí de que su periódico
componía cada día electrónicamente hasta cuatro páginas completas. “Nosotros
también conocemos ese sistema”, le dije. “¡Ah!, ¿sí?”, se asombró: “¿Y cuántas
páginas son capaces de realizar?”: “El diario completo”, contesté, para
estupefacción suya.
Aquellos
años fueron los del desarrollo vertiginoso de las grandes multinacionales
españolas: Indra, Ferrovial, Abertis, Repsol, Acciona, Gamesa, Telefónica,… La
cosa iba tan de perlas que nuestros políticos discutían si éramos la octava o
la novena potencia industrial del mundo.
Parecíamos
andar tan sobrados de fuerzas que creamos uno de los tres mejores sistemas de
sanidad del mundo, la red más completa de autovías de Europa —duplicada, en
ocasiones—, la de más kilómetros de alta velocidad por extensión territorial y
con más aeropuertos por número de habitantes.
Todo
esto se ha acabado. No solamente hemos dejado de crear empresas en estos
últimos cinco años y de realizar infraestructuras, sino que ya no podemos
mantenerlas y enviamos masivamente la gente al paro.
Como
dice el economista Niño Becerra,
vamos abocados a volver a vivir como en los años 70. Y lo peor no es eso, sino
que habiendo estando acostumbrados a vivir como niños ricos, aún no nos hemos
dado cuenta del futuro que nos espera, con lo que nuestra adaptación va a ser mucho
más traumática.