viernes, 26 de agosto de 2011

Para que cobren los futbolistas

En el fútbol, como en las finanzas y en otros órdenes de la vida, hay quienes están arriba y quienes los sostienen desde abajo. En la Banca, por ejemplo, frente a los sueldos millonarios de los Botín, Paco González y otros pocos, se suceden despidos masivos de empleados para ajustar plantillas.


También, en contraste con los sueldos espectaculares de Ronaldo, Messi y compañía, la mayoría de futbolistas son jornaleros de un oficio que los dejará en la calle con solo treinta y tantos años.


Eso, en el supuesto de que cobren todos los meses, algo que no sucede con demasiada frecuencia.
Esto último se debe a que los clubs de fútbol son unos manirrotos —como los entes públicos y otras instituciones— que, si funcionasen de verdad como empresas privadas, deberían haber echado el cierre hace tiempo.


Antes de que estalle la burbuja deportiva —que estallará, no les quepa duda—, propongo una modesta medida con la que todos los futbolistas puedan cobrar en un futuro.


Habría que hacer como en el deporte profesional de EEUU, donde los deportistas que se pierden algún partido por sanción dejan de percibir la correspondiente parte proporcional de su salario, ya que la ausencia del terreno de juego se debe a su comportamiento.

Pues bien: propongo, pues, ante tantas tarjetas amarillas, que los emolumentos de los futbolistas suspendidos vayan a un fondo para pagar a sus compañeros sin recursos.


Claro que, de adoptarse esta medida, a lo mejor baja el nivel de tarjetas, con lo que seguiríamos sin ingresos para los impagados. Pero, por lo menos, habría más deportividad en los estadios, algo que sí habríamos salido ganando.



lunes, 22 de agosto de 2011

Europa,... ¿qué Europa?

Los salmantinos, todo el mundo lo sabe, andan a la greña con los de Valladolid por los aeropuertos y por las fechas de las fiestas patronales, por los museos y hasta por la capitalidad de la lengua. A otra escala, en España también colisionan muchas veces los intereses de catalanes y valencianos, de andaluces y extremeños...


Si estos desencuentros se producen en la limitada piel de toro, ¿qué antagonismos no sucederán en una Europa con 500 millones de habitantes y 23 lenguas oficiales diferentes?


Por ello no son de extrañar todas las discusiones sobre el futuro de Europa, de su economía y de su moneda.


En época de vacas gordas, estos temas ni se planteaban, ocupado como estaba todo el mundo en ganar dinero. Los países menos desarrollados de entonces, como España, se beneficiaban de unas ayudas comunitarias que llegaban al 1% del PIB. ¡Casi nada! Y los ricos de entonces —y de ahora— como Alemania, exportaban más productos gracias al dinero que nos habían inyectado. Todos, pues, tan contentos.


¡Ay!, pero han llegado las vacas flacas y donde antes había harina ahora todo es mohína: unos, endeudados hasta las cejas, tenemos que devolver un dinero que no tenemos; otros, que han estado soltando la pasta, están hartos de hacerlo, ya que nuestro empobrecimiento también acaba por perjudicarlos.


En esta parálisis andamos. Ante ella solo caben dos caminos antagónicos: o desandar todo lo andado o dejarnos de puñetas y dar un salto hacia adelante.


En la primera hipótesis, cada país iría a su propio ritmo, con su propia moneda y su posibilidad de devaluarla y con su propia política económica. En la segunda, como proponen Merkel y Sarkozy, hay que ir hacía una unión más efectiva, cediendo eso tan caro a todos los países llamado la soberanía nacional.


Ya. ¿Pero cómo se come eso? No hay receta posible para ello. En su día, países como Noruega se negaron a ser parte de la UE. Otros, como Gran Bretaña y Suecia, a pertenecer al euro. Finalmente, Holanda y Francia no aceptaron la modesta Constitución europea que redactó Giscard d'Estaing y desde entonces hemos ido hacia atrás: agricultores franceses atacan hoy día a camiones españoles, Dinamarca restablece controles fronterizos, España veta la entrada de rumanos...


¿Y con este panorama de legítimos egoísmos nacionales vamos a hacer más Europa? ¿En este ambiente vamos a modificar nuestras respectivas constituciones nacionales?


Eso no se lo cree ni siquiera alguien del insensato optimismo de Rodríguez Zapatero.




sábado, 20 de agosto de 2011

Orgullo gay y orgullo católico

Algunos medios de comunicación han calificado de “orgullo católico” los actos de estos días en Madrid con Benedicto XVI.


Es una manera de trivializar una visita que deploran en el fondo de su alma y de escarnecer a los participantes en ella, al equipararla a los desfiles del movimiento gay. Claro que a este último lo respetan y a las manfestacionres religiosas, en cambio, las desprecian.


Tampoco esto es del todo exacto. Si el acto confesional multitudinario hubiese sido islámico, por ejemplo, se habrían cuidado muy mucho de oponerse a él. Tampoco nuestro Gobierno, tan respetuoso con la marcha anti-Papa, habría permitido algo similar para protestar ante el rezo colectivo del Ramadán, pongo por caso.


Por eso, todas las razones esgrimidas contra la presencia del Pontífice tienen el común denominador de la hipocresía: seguro que sus autores no se manifestarán cuando el sucesor del Dalai Lama venga a España. Tampoco lo hicieron cuando Gadafi y otros sátrapas sanguinarios visitaron nuestro país.

Y es que su odio no es ni siquiera a los enemigos de los derechos humanos, sino a la fe católica.
En vez de reconocerlo directamente, que sería lo honesto, usan argumentos banales, como el presunto coste del viaje y su repercusión en el bolsillo de los contribuyentes. Además de no ser cierto, ¿protestaron en su día por los gastos de encuentros internacionales, como la Conferencia de Oriente Medio? ¿O por el corte de tráfico en eventos deportivos, como la Champions? ¿Y qué decir de otros costres discutibles, como los Juegos Olímpicos?

Es que, no nos engañemos, una cosa son los gastos y los fastos y otra muy distinta, aunque legítima, el odio, sí, a una religión determinada.

domingo, 14 de agosto de 2011

El malestar del bienestar

Antes del tripe asesinato de Birmingham, ya me lo había advertido una hija mía que trabaja en Londres: “Los más perjudicados por estas algaradas son los pobres paquistaníes que han invertido el trabajo de toda su vida en los comercios saqueados”.


Los motines de estos días no son, pues, consecuencia de revueltas raciales o sociales, sino el desahogo de gentes marginales que ni tienen empleo ni lo buscan, ya que prefieren vivir parasitariamente de la asistencia social sin contraprestación alguna. Son, como dice David Cameron, el síntoma de una grave enfermedad colectiva.


Hace veinte años, cuando los disturbios raciales de Los Angeles, ya lo señaló el líder demócrata afroamericano Jesse Jackson: “No hay que acostumbrarse a vivir al margen del sistema, sino a integrarse y a progresar en él”.


Lo cierto es que en Gran Bretaña y otros países europeos la independencia de sus colonias produjo hace medio siglo las primeras avalanchas de inmigrantes con derecho a la ciudadanía. Desde entonces, el fenómeno no ha hecho más que aumentar, a la par que la mala conciencia occidental por las tropelías cometidas con los “condenados de la tierra”, que decía el argelino Frantz Fanon.


La ayuda económica a individuos y a grupos que perpetúan así su marginalidad ni les sirve a ellos ni le protege a la sociedad de sus episódicos desmanes. En cambio, les perjudica, al acostumbrarles a vivir sin estímulos y, sobre, todo daña a los auténticos necesitados —pensionistas, parados, discapacitados...— que ven cómo disminuyen sus prestaciones a medida que crece la voracidad de quienes insolidariamente se aprovechan del sistema.

martes, 9 de agosto de 2011

¡Que ahorren otros!

María Dolores de Cospedal, tras haber criticado los derroches de su predecesor, José María Barreda, ficha nuevos asesores y sube el sueldo a los altos cargos de su Gobierno.


Es que a una mujer capaz de presidir Castilla-La Mancha desde Madrid y de controlar simultáneamente el PP nacional desde Toledo no se le deben aplicar las recetas que ella da para los demás. Tampoco en el ámbito televisivo, donde, en vez de privatizar el oneroso canal público regional, ficha a un reconocido guardián de las esencias informativas, como Nacho Villa, para dirigirlo.


Ese pantanoso terreno de las televisiones públicas es el que mejor muestra la total incoherencia de unos políticos y unas instituciones que, puestos a hacer recortes, prefieren que sean otros los que apechuguen con ellos.


Se ha visto en Baleares, con la decisión del presidente, José Ramón Bauzá, de cerrar la deficitaria y prescindible radiotelevisión de Mallorca. La oposición, en lugar de felicitarle por la medida, la critica con argumentos que van desde la libertad de expresión hasta los puestos de trabajo perdidos.


A nivel más modesto, otro tanto ha ocurrido con la clausura de las televisiones locales de Gandía, donde trabajaban 26 empleados públicos, y de Onteniente, con un presupuesto anual de 150.000 euros. ¿No hay nada mejor en qué emplear ese esfuerzo y ese dinero que en televisiones municipales? ¿Y de qué demonios nos tienen que informar?


Lo paradójico del caso es que en Gandía ha echado el cierre el PP, con la protesta del PSOE, y en Onteniente lo ha hecho el alcalde socialista, para cabreo del PP. O sea, que todos son igual de impresentables.

domingo, 7 de agosto de 2011

El poder en el PP


Desde el rocambolesco cese de Ricardo Costa hace 22 meses —sí, no...¡sí!—, los altos cargos del PP viven en permanente estado de estupor. Su último motivo de pasmo fue la inesperada y eutrapélica dimisión de Francisco Camps.

¿Quién ha rellenado tanto vacío de poder? ¿Lo ha logrado ya Alberto Fabra?

Aun no, por supuesto, aunque el designio de Mariano Rajoy es que el nuevo presidente autonómico lo sea no solo para ésta, sino para varias legislaturas más. Y es que hacerse con las riendas de un partido tan grande y tan complejo como el PP de la Comunidad, que ha sufrido tantas peripecias y que aún tiene por resolver embrollos judiciales que van desde Carlos Fabra a José Joaquín Ripoll y Sonia Castedo, no es moco de pavo.

Un detalle, mínimo si se quiere, que muestra la bisoñez en el cargo de Alberto Fabra, ha sido su ausencia y la de cualquier conseller en el funeral por el hijo de Eduardo Zaplana. La sola presencia del secretario del partido, Antonio Clemente, ha servido, si cabe, para evidenciar aun más esa carencia.

Mientras fragua, pues, el nuevo poder autonómico del actual presidente, ¿quiénes ahorman hoy día el PP de la Comunidad?

De las tres personas metidas en harina, una lo hace con mando a distancia, por petición expresa de Rajoy, el cual ha delegado en él la vigilancia del proceso valenciano: Esteban González Pons. Así se explica que haya sido el único dirigente nacional en dejarse caer por Valencia cuando la investidura de Alberto Fabra.

Las otras dos personas coinciden, al igual que González Pons, en haber sido buenos amigos y fieles colaboradores de Camps hasta que éste arrogantemente los defraudó y les dio de lado cuando más los necesitaba: Alfonso Rus y Rafael Blasco.

Estos dos últimos, además de su buena sintonía entre ellos, son los que están tejiendo una sólida red de apoyo al presidente.

El de Xátiva, que es el barón de más peso, con mucho, en el partido, ha puesto toda su estructura provincial al servicio de Alberto Fabra. Y éste no solo se lo agradece, sino que ha seguido su consejo de prescindir de la guardia de corps del anterior inquilino del Palau: Nuria Romeral, Pablo Landecho y Henar Molinero.

Rafael Blasco, por su parte, ha sabido motivar a los diputados autonómicos, quienes, como rebaño sin pastor, han dado repetidas muestras de desconcierto y de orfandad política. Su último invento: que los parlamentarios del PP den la cara una vez por semana ante los electores de su comarca y lograr así una mayor implicación de unos y de otros en el proyecto del partido.

Con ese tridente a su servicio, Fabra puede revertir la reciente desgana de unos militantes desnortados ante el errático rumbo de Camps y afianzar así su poder personal y el del PP en la Comunidad.

Los últimos acontecimientos, además, han convencido a la dirección nacional del partido de que Rita Barberá ha acotado para siempre su papel al ámbito municipal de Valencia, excluidas otras veleidades, y de que Juan Cotino, el último de los pesos pesados de la formación popular, ha influido negativamente en Camps, siendo responsable de algunos de sus mayores errores políticos.

Ésa es, a fecha de hoy, la radiografía del PPCV. Claro que, en política, las certezas de hoy alimentan los impredecibles cambios de mañana: que se lo pregunten si no a un Francisco Camps que hace solo dos meses se las prometía muy felices y para largo rato al frente del Consell.

viernes, 5 de agosto de 2011

No nos enteramos de lo que pasa

Bastante gente manifiesta su indignación mediante la toma de plazas y otras concentraciones callejeras. Pero, oyendo sus proclamas y sus eslóganes, parece como si sus males fuesen por culpa de cuatro ricachones y que con poner las cosas del revés basta para solucionarlos.


Muchos más nos mostramos indignados en conversaciones con los amigos y vecinos y criticamos a unos políticos —insensatos, ignorantes o corruptos, según los casos— a los que indefectiblemente continuamos votando.


Luego, claro, están quienes sufren en sus carnes el drama del desempleo y la desesperación de no saber si volverán a tener trabajo. Y ésa sí que es la auténtica tragedia.


Pero todos, unos y otros, oímos a nuestros dirigentes, como Rodríguez Zapatero, decir que ya “estamos saliendo de la crisis” y que se avizoran “brotes verdes” al borde del camino. Quienes aspiran a su relevo, como Mariano Rajoy, nos prometen que todo volverá a ser como antes y que “no habrá copago sanitario”, por ejemplo, ni demás “recortes sociales”.


Mal está que nuestros políticos en ejercicio nos mientan, pero peor es que nosotros no nos enteremos de que lo están haciendo.


Solo el día en que dejan de tener responsabilidades, algunos de ellos se acercan tímidamente a la verdad, como el ex consejero de Sanidad valenciano, Manuel Cervera, quien acaba de afirmar que el sistema sanitario puede quebrar en cuestión de meses. Muy pocos lo hacen cuando aún están en el machito, como Artur Mas, quien justifica los recortes de su Gobierno para que “Cataluña no caiga por el precipicio”.


Todos los demás también saben que nuestro futuro es más que sombrío, aunque hipócritamente lo ocultan. El catedrático Santiago Niño anticipó hace cinco años la crisis que se avecinaba en su lúcido libro El Crash del 2010, donde explica —ojo— que “la consecuente depresión posterior puede alargarse hasta el 2020”.


Para poner los pelos de punta. Todo eso, porque “el mundo ha estado demasiados años malbaratando recursos” y a partir de ahora “tendremos que consumir lo que de verdad necesitemos”.


Encima, a España las cosas le pueden ir peor que a otros países, decía en sus vaticinios, debido a nuestra actividad intensiva en factor trabajo, la cual genera poco valor añadido y nos hace depender más del mercado exterior y del crédito.


O sea, que digan lo que digan los políticos, ellos saben mejor que nadie que vamos a vivir mucho peor y conviene, maldita sea, que nos vayamos preparando para ello.



miércoles, 3 de agosto de 2011

El mercado... eres tú

Uno de los eslóganes más repetidos en los últimos tiempos, tanto por los indignados del 15-M, como por algunos políticos populistas, es que hay que vivir al margen de los mercados financieros, como si se tratase de una opción voluntaria, que uno toma o deja de tomar, como el tinto de verano o los pinchos de tortilla.


Lo siento, pero el mercado, los mercados, son consustanciales a las relaciones humanas desde que alguien cambió parte del venado que había cazado por las coles que otro había cultivado.


Por eso, el deseo de aislarse de los flujos de intercambio económico quizá sea bienintencionado, pero resulta utópicamente absurdo: es tan inútil como querer abolir la ley de la gravedad.


A un amigo mío que critica a menudo mi liberalismo por considerarlo reaccionario y trasnochado le gusta poner rostro a esos abstractos mercados financieros y los imagina como una reunión de siniestros personajes de copa y puro especulando con nuestras vidas en unos enormes y enmoquetados despachos. El otro día no pude resistirme y parafraseé los conocidos versos de Bécquer: “¿Qué es el mercado?, dices mientras clavas/ en mi pupila tu pupila azul./ ¡Qué es el mercado! ¿Y tú me lo preguntas?/ El mercado eres tú”.


“¿A qué viene esa tontería?”, me preguntó.


Le expliqué que el dinero con el que la Seguridad Social atiende sus prestaciones no está en un cajón, sino que fluye por los dichosos mercados para aumentar su rentabilidad. Lo mismo sucede con su cuenta corriente en el banco. También su plan de pensiones está invertido en activos financieros y la entidad que lo gestiona los vende y los compra según la confianza que le merezcan unas inversiones u otras.


“Ya ves”, le dije, “tú, yo y millones de pequeños ahorradores conformamos ese mercado que toma decisiones, pondera dónde meter el dinero y con sus actos es capaz de hacer bajar la Bolsa o encarecer la deuda de Grecia, pongo por caso”.


No quedó muy convencido el hombre, ni cuando le expliqué que los fondos que manejan los ahorros de millones de jubilados japoneses, por ejemplo, tienen que andar mirando el euro —en su caso, el yen— precisamente en beneficio de los pobres pensionistas nipones y no les tiembla el pulso a la hora de mover billones de un sitio a otro, pese a las turbulencias que ello cause en el mercado de valores.


Nada de esto impide que haya que establecer unas reglas de juego claras y justas, por supuesto. Lo mismo sucede con las normas de tráfico y a nadie se le ocurre que no se deba circular por las carreteras.