martes, 17 de mayo de 2011

La decadencia de los mítines

Los mítines políticos solo sirven para contabilizar el número de asistentes y, si les salen las cuentas a los organizadores, apabullar con esa cifra a sus adversarios.

Por eso estaban ayer eufóricos los asistentes al mitin central del PSPV-PSOE, con participación como primeros espadas de Calabuig, Alarte y Zapatero, y que al salir repetían como un mantra la cifra de 15.000 concurrentes al acto aportada por los organizadores del mismo.

Lo que se dice en los mítines, en cambio, resulta irrelevante del todo: en primer lugar, por su carácter tediosamente repetitivo; en segundo lugar, porque nadie piensa cumplirlo y, finalmente, porque lo único que se pretende es colar en los cortes televisivos aquella frase ingeniosa o aquel eslogan con los que se quiere que se quede el personal y que han sido introducidos, aunque sea con fórceps, en la maraña de los farragosos discursos electorales.

Ayer, en el caso de Jorge Alarte, esa constante letanía fue la de la dignidad: quienes votan al partido socialista son dignos, y los que lo hacen al PP de Camps y de la corrupción, no, vino a decir.

Pero, con todo, el protagonista absoluto del acto de la Plaza de Toros fue Canal Nou, que concitó tanto las iras del público como las alusiones descalificadoras de los tres oradores. Con ello se lo pusieron a huevo a la televisión que dirige López Jaraba, la cual dio luego el incidente con todo lujo de detalles, como diciendo “vez si soy plural que informo hasta cuando me insultan”, a la vez que esa noticia acaparaba toda la información en detrimento de otros mensajes de mayor calado político.

Antes de que se hubiese inventado la televisión, sin embargo, los mítines eran imprescindibles para conocer a los líderes políticos y sus programas. Sin ellos, durante la República no hubieran alcanzado la jefatura del Gobierno personajes carismáticos como Gil Robles o Alejandro Lerroux. También durante la transición política fueron necesarios para que, por ejemplo, un ignoto Felipe González pudiera seducir a sus conciudadanos.

Ahora, por el contrario, a la mayoría de partidos el organizar mítines les gusta menos que ir al dentista, entre otras razones, porque no hay manera de movilizar a un personal que prefiere ver a Belén Esteban en Sálvame Deluxe a aburrirse con la previsible perorata del político de turno.

De ahí la preocupación de los fontaneros de La Moncloa en vísperas del mitin de ayer. “¿No sería mejor trasladarlo a la Fonteta, como otros años?”, preguntaron los enviados a Valencia, deseosos de evitarle a su jefe otro pinchazo de asistencia como el que tuvo en León el pasado día 6. “No os preocupéis, que será un éxito”, les replicaron, convencidos, los hombres de Alarte.

Solo les faltó añadir que al último acto en el pabellón de la Fuente de San Luis había asistido el primer ministro portugués, José Sócrates, y que la sola posibilidad de asociar hoy día su figura a la de Zapatero es ya una auténtica catástrofe.

Por todas estas contraindicaciones, los mítines han acabado por reducirse, finalmente, a una exhibición de músculo político por parte de los militantes, de mutuo reconocimiento entre ellos y de reforzamiento de su plena adhesión al partido. Vamos, como una liturgia o la comunión mística de los miembros de una secta. Pasado mañana le tocará el turno, en el mismo lugar, a los acólitos de Camps y Rajoy.

¿Y los demás partidos?

Los demás, a falta de la potente maquinaria política de los mayores, bastante hacen con ir trampeando y dan gracias a Dios, o al diablo, de que existan las redes sociales. “Con una buena campaña en Facebook y Twitter podemos llegar tan lejos como Barak Obama”, parecen pensar. Pues que Dios, o el diablo, les oigan.

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