sábado, 23 de enero de 2010

La "independencia" de Haití

La ayuda internacional siempre llega tarde y mal a sus destinatarios, aparte de la que se pierde por el camino. Pude comprobarlo personalmente en el campamento bosnio de Metkovic, en enero del 93, con toneladas de alimentos que nunca llegaron a su destino.

El caos de Haití no es, pues, la excepción, sino la regla de la buena voluntad superada por las circunstancias. Con el agravante, además, de que allí el caos ha sido la norma, antes y después de su independencia en 1804. Ya su primer dirigente, el antiguo esclavo Jean Jacques Dessalines, se autoproclamó emperador del país más miserable del mundo. A ese primer despropósito ha seguido una lamentable cadena de fatalidades hasta hoy mismo.

El Haití actual, ahora desolado por el terremoto, no ha cambiado del que conocí hace 40 años, en plena dictadura de Papa Doc Duvalier y sus pavorosos esbirros, los tonton macoutes, donde la única institución respetada era el omnipresente vudú. En un país de pobreza mayúscula y una reducida elite refinada que consumía productos importados de París, no había una sola infraestructura digna de ese nombre, al igual que hoy día. Los escasos 200 kilómetros de trayecto entre la capital y Port-de-Paix me llevaron 17 horas en un renqueante y policromo autobús que desvelaba un paisaje de campesinos malviviendo bajo los árboles.

Los hijos y nietos de aquellos míseros campesinos han muerto ahora en el terremoto; pero ni aquéllos ni éstos han gozado de una auténtica independencia. Por eso, si el país llegase a estar bajo la protección, no ya de Estados Unidos, sino de Belice o Barbados, sería una bendición en contaste con su perenne maldición histórica.

jueves, 21 de enero de 2010

Apagón analógico

El dueño de un importante periódico provincial de España me contaba su cabreo cuando hace dos años no le concedieron la licencia para un canal de televisión digital terrestre. “Ahora, vistas las pérdidas millonarias de algunas TDT locales, estoy encantado”.

Y es que la floración esplendorosa de canales televisivos y sus cuantiosos costes de explotación ya han provocado el cierre prematuro de algunos de ellos. Incluso antes de la implantación de la TDT, iniciativas televisivas de ámbito restringido, como Localia, se saldaron con un fiasco monumental. “No hay teleespectadores para tantos canales —me explica un experto en el sector— y, menos aun, mercado publicitario que los sostenga”. “Además —añade—, los jóvenes prefieren descargarse vídeos en su PC y pasan ya de ponerse frente al televisor”.

O sea, que estamos ante una revolución de lo audiovisual.

Lo digo a menos de tres meses de que concluya el apagón analógico en todos los pueblos de España, los cuales, o acceden a la tele por el sistema de la TDT, o simplemente se quedan sin catarla.

A fecha de hoy, sin estar todavía abocados a verla, el 80 por ciento de los hogares españoles ya accede a la TDT. En algunas localidades, como Barcelona, el sistema permite la recepción de 40 canales de televisión. En Salamanca, sólo 25, lo que no está nada mal, porque ¿tenemos tiempo, humor e interés suficiente para visionar la programación de 25 canales?

Ni de coña. Así se explica, pues, que algunas concesiones administrativas ni siquiera se hayan puesto en marcha y que los números rojos se hayan instalado en los balances de la mayor parte de las empresas del sector.

A partir de ahora, ya lo hemos visto, comienzan las fusiones televisivas, algunas incluso contra natura, asociando a empresas con planteamientos ideológicos antagónicos, y una segmentación de la audiencia que fragmentará el universo cognoscitivo del personal. Porque, vamos a ver, ¿en qué se parecen el país que muestra la Sexta y el de Intereconomía? ¿O los de Tele Madrid y Canal Sur? Por si no tuviésemos ya poca esquizofrenia ideológica, la empanada conceptual hacia la que nos encaminamos será de órdago.

sábado, 16 de enero de 2010

Sólo protestan los no perjudicados

Gente que en su vida ha pasado el control de un aeropuerto se queja de que los escaners y otros artilugios suponen un atentado contra su intimidad. En cambio, no conozco a nadie que viaje a Estados Unidos que prefiera una bomba en su vuelo al leve incordio del cacheo anterior a embarcar en el avión.
Y es que la protesta no supone la respuesta lógica a una agresión previa, sino un estado de ánimo y hasta una predisposición basada muchas veces en prejuicios ideológicos. Tenemos, por ejemplo, el caso del degradado barrio valenciano del Cabañal.
La mayoría de sus sufridos vecinos quieren que se abra al mar, se modernice y se restaure, antes que preservar la cochambre junto a algunos edificios marineros del siglo XIX. Gente ajena al barrio, por el contrario, hace de su conservación un casus belli para mellar así el prestigio de la alcaldesa Rita Barberá.
De hacer caso a tanto seudo progresista opuesto al progreso, aún seguiríamos con el arado romano y la carreta de bueyes. Aunque, eso sí, que a ellos no les priven de sus sneakers carísimos ni de la última versión del MP4.
Hace años hubo otro caso similar con el embalse de Riaño, que debió anegar algunos pueblos ante protestas masivas, con Imanol Arias como portaestandarte. Hoy día, se puede practicar en él la pesca y otros deportes náuticos, amén de la energía eléctrica que produce en un ecosistema protegido.
No sé cuál será la próxima protesta reivindicativa, pero me gustaría que, por una vez, fuese en pro del desarrollo, el bienestar y la mejora de las condiciones de vida de los afectados, aunque me temo muy mucho que tampoco sea así.

domingo, 10 de enero de 2010

Que el Estado nos lo solucione todo

La familia de María José Carrascosa, la valenciana condenada en Estados Unidos, se queja de que el Gobierno español no ha echado el resto para impedirlo. Ahora trata de que cumpla su pena en España.
Por su parte, el hispanista Ian Gibson insiste en que se agujeree Granada entera hasta dar con el cadáver de García Lorca, como si ésa fuese la necesidad más urgente de este país. Claro que otros proponían que el Estado español dragase el Mar Rojo para recuperar los restos de dos connacionales ahogados allí.
Luego, claro, están los afectados por la quiebra de Air Comet, que desean que nuestro Gobierno sufrague su viaje de vuelta. Y así podríamos seguir con peticiones a cual más desaforada a cuenta del erario público. Como si nuestra economía estuviese para lanzar cohetes.
Hablamos de dramas humanos y de solicitudes muchas de ellas comprensibles aunque impracticables. Y es que nos hemos acostumbrado a que la Administración Pública se haga cargo de todo, sin importar el coste. Da lo mismo la repatriación de los marineros del Alakrana que el excarcelar a penados, la subvención a asociaciones inverosímiles que en el rescate de imprudentes excursionistas perdidos.
Eso no sucede en países más ricos que el nuestro, que se tientan la ropa muy mucho antes de soltar un duro. Por el contrario, aquí rivalizan las distintas administraciones públicas en incrementar organismos y cargos, técnicos y asesores, funcionarios y asalariados, en una competición por ver cuál de ellas es más rumbosa en la atención de asuntos perfectamente prescindibles pero, eso sí, que nos hacen un poco más pobres cada día.