lunes, 25 de marzo de 2013

¿Se acaba la crisis?


      Como si se hubiesen puesto de acuerdo, varios personajes públicos dicen que la crisis se acaba.
         No se trata sólo de dirigentes del PP, como Dolores de Cospedal (“las crisis ya no afectan a España”), o del Gobierno, como Luis de Guindos (“la economía española está preparada para crecer”), sino también de prohombres del mundo empresarial.
     Para César Alierta, de Telefónica, “hemos tocado fondo”. Según Ignacio Galán, de Iberdrola, estamos en un “año de transición hacia la recuperación”; y para Emilio Botín, del Banco de Santander, “las perspectivas comienzan a ser más positivas”.
         Entiendo que estos próceres, por la cuenta que les tiene, digan lo que dicen. Ninguno de ellos ha perdido su empleo, ni le han desahuciado por el impago de una hipoteca, ni siquiera se ha quedado sin vacaciones para poder comer.
         En su concepción macroeconómica de la vida, todos ellos avizoran, con razón, que el paro no va a subir mucho más --¿de dónde puede hacerlo, con la poca gente que aún trabaja?-- y que el PIB va a crecer, gracias, lógicamente, a la mayor productividad de quienes aún conservan su empleo. También, claro, irán subiendo nuestras exportaciones debido a la brutal caída del consumo interno.
         ¿Y qué? ¿Bastan estos indicadores para convencernos de que la cosas se han arreglado ya?
         De confirmarse esos datos, sólo demostrarían que quienes por suerte no han padecido la crisis podrán ahorrarse ese mal trago y podrán seguir viviendo tan ricamente.
Pero no nos engañemos: mientras continúen las catastróficas cifras de paro, mientras haya gente viviendo bajo el umbral de la pobreza y mientras muchos carezcan de los derechos mínimos que garantiza nuestra Constitución, ni habremos salido de la crisis ni la madre que la parió. 

domingo, 17 de marzo de 2013

El desastre de la enseñanza



El 90 por ciento de los aspirantes a profesores en Madrid no han sido capaces de responder correctamente a preguntas que se les exigen a alumnos de 12 años. Para su tranquilidad, esos mismos alumnos también ignoran las respuestas. Así que todos se mueven en el mismo nivel de incompetencia.
La de los estudiantes se pone en evidencia periódicamente gracias a los informes PISA, realizados a adolescentes de 57 países desarrollados. Los españoles no solamente quedan en los últimos lugares, sino que de un informe a otro empeora su puesto en el ranking. Los profesores, por suerte para ellos, no sufren estas periódicas evaluaciones, que si no…
Visto lo visto, no entiendo por qué se dice que nuestros jóvenes son los más preparados de la Historia. Si acaso, resultan unos analfabetos con conocimientos, eso sí, de informática e inglés. Aunque, claro, cuando hay que conversar con finlandeses u holandeses, por poner por caso, nuestros chicos no estén a su altura.
La culpa no es suya, por supuesto. Tampoco de sus profesores, pobrecitos ellos: si han sido malos alumnos, ¿cómo podrían convertirse en buenos docentes?
Los culpables, como siempre, son nuestros políticos, quienes han hecho de la enseñanza su particular campo de batalla ideológico, con la inestimable colaboración de algunos sindicatos y asociaciones de padres. Para todos ellos, lo importante no es el aprendizaje de los chicos, sino un adoctrinamiento que les lleva que a cada cambio de Gobierno modifiquen los planes de estudios.
Para colmo, a la hora de recortar gastos, ¿dónde mejor que en una enseñanza en la que de verdad ninguno de ellos cree?
En ello, más que en otras causas, radica el gran drama del paro de los jóvenes, ya que ¿qué empleo pueden conseguir si no están suficientemente preparados para él?
En vez de hacer rimbombantes, costosos e ineficaces planes de empleo juvenil, más valdría, por consiguiente, invertir en la enseñanza, sustraerla a la perenne guerra de banderías ideológicas y dotarla del mejor profesorado posible. Así, a falta de mayores logros inmediatos, al menos no habríamos perdido la esperanza.    

domingo, 10 de marzo de 2013

Quién devuelve qué



La presidenta navarra, Yolanda Barcina, y otros congéneres van a devolver “parte” de las astronómicas dietas cobradas por la cara en los últimos años como consejeros de Caja Navarra.
Su acción, claro, no se debe a un tardío y retrospectivo acto de honradez —o, al menos, de sensatez—, sino a que han sido pillados con el carrito del helado justo antes de unas elecciones internas de su partido, UPN, y no está la cosa para perder sus cargos orgánicos en una época tan dura como ésta.
Aun así, que yo sepa, ellos son los únicos que han prometido devolver “lo robado” —aunque siguen considerando “legítima” y hasta “normal” esa apropiación— de toda la caterva de políticos, paniaguados y gente afín que han venido aprovechándose de las cajas de ahorros durante las tres últimas décadas.
Calculando por lo bajo, entre todos los directivos y consejeros colocados en las cajas por los partidos políticos, directamente o con su consentimiento, se han llevado miles de millones de euros. Sí, lo han leído bien: miles de millones que habrían podido paliar el desastre causado por ellos mismos en las entidades de crédito que presuntamente gestionaban.
Ese dinero se lo han llevado, además, individuos que en sucesivas comisiones de investigación han manifestado “no tener los conocimientos adecuados para el cargo” o que “yo sólo me dedicaba a firmar los papeles que me ponían delante” o que “en realidad me fiaba del criterio de los técnicos, que eran quienes sabían del asunto”.
El que no se le obligue legalmente a toda esa gentuza a devolver lo percibido, mientras se deja en la calle a trabajadores de las mismas cajas y se expolia a poseedores de participaciones preferentes y otras deudas es un atraco con premeditación y alevosía.

domingo, 3 de marzo de 2013

Bárcenas, el listo, y los tontos



Ocho ladrones, en un arriesgado atraco con metralletas y fusiles, robaron en el aeropuerto de Bruselas hace dos semanas diamantes por valor de 37 millones de euros. Luis Bárcenas, él solo, llegó a atesorar en Suiza 38 millones. Obviamente, él es mucho más listo que ellos.
Lo es, según confesión propia, porque su capital lo consiguió, no como tesorero del PP, sino con transacciones bursátiles y de obras de arte. Miren si será listo el hombre, que nadie en España ha amasado una fortuna remotamente semejante con tales tejemanejes. Es más, muchos que lo han intentado se han arruinado.
Se comprende, entonces, que los españoles no crean que los dineros de Bárcenas hayan sido obtenidos honestamente ni que lo hayan sido al margen de su cargo en el Partido Popular.
El terco empecinamiento del PP en ignorar los trapicheos internos de Bárcenas recuerda en cierto modo el retraso de la Iglesia Católica en afrontar los casos de pederastia en su seno. Algo que, abordado en su momento habría demostrado que se trataba de una excepción en la conducta del clero, ha acabado por ensombrecer la tarea evangélica de la Iglesia entera y hasta acabar con un exhausto Benedicto XVI.
El caso Bárcenas puede resultar aun más dramático para el Partido Popular y, por ende, para toda la clase política española. En vez de esconder la cabeza bajo el ala, tendría que reconocer que la corrupción —en diversos grados— ha sido una conducta extendida en las relaciones de políticos con constructores, financieros y otras especies afines.
De hacerlo, sí que tendrían alguna credibilidad las nuevas normas de transparencia política que se pregonan. Si no, se evidenciaría que son un caso más de cínica simulación y de deliberado engaño a la sociedad.
Antes, pues, de llevarlas a cabo, nuestros políticos tendrían que reconocer el mal causado, repararlo y jubilar a toda una generación de políticos amortizada ya por sus manejos y por su estupidez.