Como si se hubiesen puesto de acuerdo, varios personajes públicos dicen que
la crisis se acaba.
No se trata sólo de
dirigentes del PP, como Dolores de
Cospedal (“las crisis ya no afectan a España”), o del Gobierno, como Luis de Guindos (“la economía española
está preparada para crecer”), sino también de prohombres del mundo empresarial.
Para César Alierta, de Telefónica, “hemos tocado fondo”. Según Ignacio Galán, de Iberdrola, estamos en
un “año de transición hacia la recuperación”; y para Emilio Botín, del Banco de Santander, “las perspectivas comienzan a
ser más positivas”.
Entiendo que estos próceres,
por la cuenta que les tiene, digan lo que dicen. Ninguno de ellos ha perdido su
empleo, ni le han desahuciado por el impago de una hipoteca, ni siquiera se ha
quedado sin vacaciones para poder comer.
En su concepción
macroeconómica de la vida, todos ellos avizoran, con razón, que el paro no va a
subir mucho más --¿de dónde puede hacerlo, con la poca gente que aún trabaja?--
y que el PIB va a crecer, gracias, lógicamente, a la mayor productividad de
quienes aún conservan su empleo. También, claro, irán subiendo nuestras
exportaciones debido a la brutal caída del consumo interno.
¿Y qué? ¿Bastan estos
indicadores para convencernos de que la cosas se han arreglado ya?
De confirmarse esos datos,
sólo demostrarían que quienes por suerte no han padecido la crisis podrán
ahorrarse ese mal trago y podrán seguir viviendo tan ricamente.
Pero no nos engañemos: mientras continúen las
catastróficas cifras de paro, mientras haya gente viviendo bajo el umbral de la
pobreza y mientras muchos carezcan de los derechos mínimos que garantiza
nuestra Constitución, ni habremos salido de la crisis ni la madre que la parió.