sábado, 2 de octubre de 2010

¡Vaya con los gallegos!

Primero fue Rosa Díez la que dijo aquello sobre Mariano Rajoy: “Es gallego, en el peor sentido de la palabra”.
Se armó la de Dios es Cristo y si llega a aparecer entonces la política vasca por Santiago o La Coruña la corren a gorrazos. Todo el mundo se sintió ofendido, sin saberse con exactitud en qué consiste el significado peyorativo de la palabra de marras.
Ahora lo acaba de precisar el político cordobés-catalán José Montilla al criticar a los nacionalistas de Artur Mas: “En Las Cortes de Madrid ustedes hacen de gallegos: no se sabe si suben o si bajan; se mojan poco”.
Acabáramos. En este mundo de certidumbres absolutas, el gallego tiene el defecto —la virtud, más bien— de relativizarlo todo, de poner en cuestión lo aparentemente obvio, de dudar por sistema de si es mejor subir, bajar o quedarse uno donde está.
A mí, por mis genes galaicos —todos, sin dejar ni uno—, esa acepción no me parece en absoluto un insulto, sino el cabal reconocimiento a la duda metódica cartesiana, a la tolerancia y a la comprensión de todos los puntos de vista. ¿Existe alguna cualidad mejor que esa? Claro que para nuestros políticos, acostumbrados a denigrarse, injuriarse y ultrajarse unos a otros constantemente y con denuedo, la comprensión, la tolerancia y el relativismo pueden parecerles una mayúscula flaqueza.
Pero ya lo reconocía irónicamente hace un siglo el escritor Wenceslao Fernández Flórez en su delicioso artículo La teoría del gallego: ¿Cómo vamos a entendernos nosotros mismos, pobrecitos, en comparación con esos políticos de Madrid tan llenos de sabiduría antropológica?
Esa misma falsa sabiduría se ha transmitido a acepciones del gallego, ellas sí, infamantes, como en El Salvador, donde equivale a “tartamudo”, o en Costa Rica, donde significa persona “falta de entendimiento o razón”. Pero, ya ven, eso tampoco me perturba. Nuestro diccionario está plagado de infamias respecto a gitanos, judíos, árabes, vizcaínos,… que sólo constituyen resabios de nuestra atormentada historia.
Lo único malo es que aún quedan hoy día políticos idiotas que siguen alimentándolos.

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