domingo, 10 de octubre de 2010

Rodrigo Cortés

Le pido perdón a mi amigo Ignacio Francia, autor del voluminoso y definitivo libro Salamanca de cine por meterme en su terreno. Pero es que acabo de ver la última película de Rodrigo Cortés y ustedes comprenderán que la cosa no es para menos. Lo digo no ya por el éxito del filme, ni por las elogiosas críticas, ni por el ejercicio de virtuosismo cinematográfico que conlleva su realización, sino por la evidencia de que el talento no precisa de demasiados medios para manifestarse: en este caso, bastan un guión, un actor y un director. Ya ven que es imposible obtener mejores resultados con menos medios.

Salamanca, por supuesto, mantiene una enorme tradición cinematográfica, desproporcionada incluso con su demografía: desde Martín Patino y García Sánchez, a Chema de la Peña e Isabel de Ocampo, pasando por Antonio Hernández, un montón de directores charros jalonan la filmografía hispana.
Rodrigo Cortés es uno de los nuestros, aunque su biografía lo haya hecho nacer en la localidad orensana de Pazos Hermos. Nadie elige dónde nace, ya lo sabemos, pero sí decide el sitio dónde se hace hombre y traza su futuro. Ese lugar para Cortés fue Salamanca, y su destino, la cinematografía.

Pero, insisto, no me interesa tanto hablar de cine, tema en el que me siento más inseguro, como del esfuerzo y del talento que testimonia nuestro cineasta y que valen para cualquier actividad y para cualquier persona en este mundo problemático de hoy día. La actual crisis económica —y lo que aún te rondará, morena— ha propiciado una especie de desencanto social y resignación vital de toda una generación que no ve que haya un futuro más allá de sus narices. En lo que sí tiene razón es en que existen unas dificultades que no padecieron sus mayores, pero muchas veces arroja la toalla antes incluso de haber comenzado la pelea.

Ya ven, sin embargo, que con imaginación y destreza, un salmantino logra pasar del anonimato al éxito sin necesidad de producciones multimillonarias, subvenciones ni padrinazgos. Y es que la energía y la inteligencia no conocen fronteras.

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