Para José Mourinho, parafraseando a Clausewitz, “la guerra es la continuación del fútbol por otros medios”. Así, pues, lo que no consigue por méritos deportivos intenta lograrlo mediante la tensión, la confrontación y el conflicto, aunque sea enfrentando a entidades, aficiones y hasta regiones.
También es mala suerte. Ahora que los directivos del fútbol habían recuperado cierta cordura y que los hinchas de los clubes estaban apaciguados, vienen personajes extemporáneos a excitar las más bajas pasiones del personal.
En esto gozan de la colaboración inestimable de unos profesionales del balón que, para mantener su estatus de millonarios privilegiados, igual recurren a la patada al rival que a la simulación de faltas achacables al adversario. En el deporte, como en la guerra, parecen decir, todo vale.
Pues no. En esta sociedad mediática, los héroes deportivos marcan pautas de conducta a seguir por los jóvenes, quienes aprenden que la violencia y la trampa son tan legítimas como la habilidad y la destreza con tal de ganar y que el oponente, llegado el caso, no es más que un simple enemigo a abatir.
Además, en nuestro mundo globalizado, ésa es la lección que un Madrid-Barça puede llevar a millones de adolescentes, desde Darfur hasta Gaza y desde Kabul a Guayaquil, absortos todos ellos ante el televisor.
A esos menores, y también a sus padres, les llega el mensaje añadido de que España, aparte de ser un país solidario y cooperante con el desarrollo, se enreda asimismo en pasiones tribales que pueden afectar a su propia cohesión y no sólo desde el punto de vista deportivo.
Semejante asunto no es, pues, para tomárselo a la ligera.
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