miércoles, 23 de marzo de 2011

¡Quién fuera Calatrava!

Dos cosas no se le pueden discutir a Santiago Calatrava. Una, que se trata de un arquitecto singular, único y de una estética identificable hasta por el más ignorante. La segunda, que ha sido profeta en su tierra: no sólo ha obtenido todos los galardones públicos y privados posibles, sino que su obra preside desafiante e imperecedera el renovado cauce del Turia.

Chapeau.

A partir de ahí se pueden hacer otras consideraciones menos gratas.

Por ejemplo, que sus obras cuestan siempre un riñón a las arcas públicas, generalmente por encima de lo presupuestado. Una persona que tuvo un ácido conflicto con él, el alcalde de Bilbao, Iñaki Azkuna, lo trató con una dureza inusual: “Es un pesetero del carajo”, dijo, tras haber sido demandado por el arquitecto por haber prolongado su puente de Zubi Zuri con una pasarela, oh blasfemia, del japonés Arata Isozaki.

Otros que tampoco están muy contentos con el arquitecto de Benimaclet son los vecinos de Venecia a cuenta de la seguridad de su último puente y, sobre todo, el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, tras el retraso de la estación intermodal en la zona cero, que ha quedado mutilada pese a haberse excedido en susl costes.

Con estos precedentes y otros de menor calado —necesidad de un semáforo a posteriori en el puente hacia El Saler, falta de funcionalidad del aeropuerto de Sondica, inundación del Palau del Arts...— se comprende perfectamente la frase de un compañero de profesión: “El que contrata a Calatrava ya sabe a lo que se expone...

Se expone, por ejemplo, a haberle pagado, como le ha ocurrido a la Generalitat, 2,7 millones por un estudio para el Centro de Convenciones de Castellón que, pese a las apaciguadoras explicaciones del vicepresidente Vicente Rambla, ni se atiene a lo proyectado ni se sabé para qué va a servir.

Por eso, hay que agradecerle a Marina Albiol, diputada de Esquerra Unida, el que haya desvelado los pormenores de ese contrato. Para eso existe precisamente la oposición política: para controlar al Gobierno y evitar que cualquier Parlamento se convierta en un rodillo, no de amasar pan, pero sí de amansar conciencias. Y es que todos los compromisos públicos, incluidos los de Calatrava, no son “asuntos confidenciales” para “exclusivo uso interno”, como se empeña en afirmar siempre Gerardo Camps.

Eso no quiere decir que semejantes convenios no sean legales. Faltaría más. Pero sí que, por su cuantía y sus cláusulas, resultan ilógicos, al igual que los que firmó con nuestro arquitecto el ahora imputado ex presidente balear Jaume Matas, quien reconoce haberlo contratado “a dedo”.

Aunque la Sindicatura de Cuentas haya dado finalmente un dudoso visto bueno a este tipo de acuerdos, todos conocemos de sobra la natural obsecuencia que muestran estas instituciones —tanto si son autonómicas como estatales, trátese ya de empresas auditoras o de agencias de calificación crediticia— hacia quienes nombran a sus miembros o pagan por sus servicios. Y de ahí, también, la necesidad de reforzar los controles legales sobre su funcionamiento.

Ello se hace aun más perentorio en esta ahora, en que nos hallamos metidos de hoz y coz en una crisis económica profunda y duradera, sin dinero público ni para el sueldo de los funcionarios.

Claro que eso no parece aplicable a personajes exquisitos como Santiago Calatrava, situados por encima de presupuestos y restricciones, a quienes por lo visto no afectan la crisis, los recortes ni las demás limitaciones que la Administración pública impone a los demás mortales.

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