viernes, 12 de noviembre de 2010

Apellidos y arbitrariedad

Si a mí me diesen la oportunidad de cambiar de apellidos, tal como ahora se lleva, preferiría ponerme Botín, Rothschild, Gates u otro igual de prestigioso y de rentable.

Pero a lo mejor es que no he entendido bien la nueva ley y tampoco la cosa es para tanto. Hay un señor que se apellida Álvarez y con ese prosaico apelativo, ya ven, es el dueño de El Corte Inglés, una bagatela, como quien dice.

Lo cierto es que la posibilidad de optar entre los apellidos de uno u otro de los cónyuges ha creado un lío de órdago: por si no hubiese ya suficientes motivos de fricción entre las parejas, va el Gobierno y les ofrece gratuitamente otro más. La pera.

Yo, en esto, mírese por dónde, no creo en la igualdad. Es como en lo de los partos: por muy progre que sea el varón, la que siempre se lleva el marrón de nueve meses de embarazo es la mujer. Eso no ha logrado evitarlo ni la voluntariosa Bibiana Aído en sus dos años de esperpéntico ministerio.

Por eso abogo por hacer aquí como en Portugal, donde el apellido que se transmite es el de la madre. No sé si por un sentido práctico o por un natural escepticismo sobre la condición humana, nuestros vecinos aceptan que el único progenitor indiscutible es el femenino; el otro resulta presumible, pero dudoso mientras no se realice la prueba del ADN.

También entre nosotros muchos se pasan el apellido del padre por el forro y se hacen llamar Zapatero, en vez de Rodríguez, o Rubalcaba, en lugar de Pérez, sin necesidad de ley alguna que lo ampare.

Quizá debido a que uno es un clásico, o un inseguro, no lo sé, lo de variar los apellidos me pone nervioso. Ahora, por ejemplo, tras la posibilidad de vasquizarlos o galleguizarlos, hasta en mi misma familia existen hermanos que han acabado por apellidarse de distinta manera. Un lío, digo. Es como esa funesta manía anglosajona de que la mujer adquiera el apellido de su nuevo marido en los sucesivos matrimonios. Ocurrió con la gran tenista Chris Evert, que luego se llamó Chris Lloyd y que acabé perdiendo de vista cuando se casó con un tan Andy Mill.

Hace siglos todo era más sencillo. Como la gente que se apellidaba Madrid, Salamanca, Valencia,… porque en principio carecía de padres conocidos. Con el tiempo, las cosas evolucionaron y ahora hay Navarro que nunca ha estado en esa tierra o Gallego que jamás ha salido de Andalucía.

Por lo mismo, gracias a la fecundación in vitro y a otros inventos de la genética, de aplicar la nueva ley a pies juntillas muchos niños acabarían por apellidarse Probeta, Alquiler y otros nombres a cuál más estrafalario.

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