Es de tamaño natural. Con un anarquismo aristócrata y estetizante. Dicen. En su rizosa y blanca cabellera revolotean mil fantasías eróticas que buscan desesperadas el celuloide. “Soy un simple aficionado al género; no soy un erotómano practicante”, explica, con sonrisa de monaguillo travieso.
Quienes le rodean fabulan sobre sus fantasías perversas. “Sólo son leyendas —cabecea con modestia—, como eso de que soy hombre rico. Si acaso, lo que me gusta es no hacer nada... Bueno, una película cada tres años”.
Tiene una mirada limpia y clara que empequeñecen sus párpados cuando sonríe. Sus labios, carnosos y redondos, parecen amasados por la conversación de mil tertulias. “Con quien no he conseguido hablar nunca es con la muñeca hinchable de mi película. El guionista del filme, Rafael Azcona, opinaba que la relación con ella conllevaría el monólogo de su propietario. Le demostré fehacientemente que no”.
Lo suyo fue un silencio de tamaño natural.
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