martes, 14 de septiembre de 2010

¿Las urnas lo legitiman todo?

La principal razón para que Francisco Camps repita como candidato a presidir la Generalitat es la ventaja demoscópica de su partido de 20 puntos sobre los socialistas, punto más, punto menos.


Ése, de no haber el dichoso caso Gürtel de por medio, sería un argumento irrebatible.

Pero, con dos procesos judiciales pendiendo sobre la cabeza del líder del Partido Popular, éste se amuniciona también con otros criterios digamos que más telúricos: “No hay quien mueva —arguye— a alguien que tiene las raíces totalmente asentadas en esta tierra”, como si ése fuera un silogismo irrebatible. De alguna manera, viene a decir que cualquier otro candidato que pusiese el partido en su lugar sería menos representativo de la Comunidad que él mismo.


Puede que ello sea cierto. Puede, además, que Paco Camps gane con toda lógica las elecciones. Puede, sobre todo, que el presidente sea absolutamente inocente de aquellos cargos que se le imputan. Lo que no resulta tan claro, sin embargo, es el corolario de su anterior afirmación: como no me voy a mover de mi sitio y como los ciudadanos van a respaldarme con su voto, cualquier actuación mía en el pasado queda por ello totalmente legitimada.


Pues va a ser que no. Una cosa es la ley y otra la política. El ejemplo perfecto de ello lo ofrece el ex alcalde de Washington Marion Berry, condenado a seis meses de prisión por consumo de drogas y al que cinco años después reeligieron sus conciudadanos. Pero en España estas cosas no suceden porque cualquier mancha judicial permanece indeleble. Tenemos, si no, el caso de Mario Conde quien, tras haber sido el paradigma del éxito y la popularidad durante una década, tras pasar por la cárcel no obtuvo ni un voto al frente del CDS que había creado muchos años antes con otras intenciones Adolfo Suárez.


En España, digo, los ciudadanos no sabemos separar tan sutilmente las responsabilidades políticas de las penales como hacen los norteamericanos y como evidenció, por ejemplo, el affaire de Bill Clinton con la becaria Monica Lewinsky. Aquí, para tomar medidas, muchas veces no se espera a que se pronuncien los tribunales. Es lo que hizo José María Aznar, obligando a dimitir irreversiblemente a Gabriel Cañellas, entonces presidente de Baleares, por el caso Sóller que, paradójicamente, acabó por desestimar la justicia.


Lo más parecido con la actual situación valenciana, para quienes gustan de comparaciones, es la imputación del presidente de Cataluña Jordi Pujol en 1984 por la quiebra de Banca Catalana. Pero Pujol no se hallaba en vísperas de unas elecciones, como es el caso que ahora nos ocupa y nos preocupa, sino que acababa de ganarlas y tenía cuatro años por delante. Finalmente, además, los jueces decidieron que no había lugar a su imputación. Así que entonces paz y después gloria, como suele decirse en estos casos.


Aquí, suponiendo, como supongo, la prístina inocencia de Francisco Camps y su más que probable victoria electoral de mantenerse como candidato, el triunfo que logre en las urnas puede ir seguido de un incesante vía crucis político. En la hipótesis, insisto, de que su eventual procesamiento quedase en agua de borrajas, no por ello el tema Gürtel dejaría de ser utilizado por la oposición todos y cada uno de los días, entorpeciendo así su labor de gobierno.


Dado este panorama, cabe dudar, incluso en la situación más favorable para nuestro presidente, que un triunfo aplastante en las urnas consiga hacer tabla rasa de todo lo que ha pasado.

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