martes, 1 de febrero de 2011

El patrimonio de nuestros políticos


Cuando veo la declaración de bienes de muchos políticos me entran ganas de darles una limosna, de tan pobres como aparentan ser. Y es que, a tenor del patrimonio declarado por los ediles de la Comunidad, algunos de ellos tendrían que estar acogidos a la beneficencia.

De los pocos que han dado cuenta de su dinero, según se lee en EL MUNDO, sólo cuatro son millonarios, en sentido estricto: Carlos Fabra, Vicente Aleixandre y las alcaldesas de Carlet, María Ángeles Crespo, y de Carcaixent, María Dolores Botella.
De los demás, para qué contar. El alcalde ilicitano, Alejandro Soler, dice que debe más de lo que posee. Pobre. Otros que tal son sus colegas de Fontanars, Máximo Caturla, de Alfafar, Emilio Muñoz, y de Alaquàs, Elvira García. También me dan pena el de Castellón, Alberto Fabra, a quien después de descontar deudas sólo le quedan 20.741 euros, y las ediles Mercedes Caballero, que nada más tiene en caja 6.914 euros, y María José Pascual, que se queda en 1.000.

Viendo esos números, no hay miedo de que sólo se acaben dedicando a la vida pública “funcionarios y gente pobre”, como teme Durán i Lleida, porque resulta que ya los tenemos instalados en ella.

Como uno está curado de espanto, no se pregunta en qué han derrochado el dinero nuestros representantes, puesto que sabe que las cifras exhibidas responden en su mayoría a lógicos artificios contables. Resulta que en este país el ser rico está peor visto que tener seborrea, por lo que la gente aplica a sus bienes anacrónicas valoraciones catastrales, con hipotecas del doble y hasta del triple de su valor inmobiliario. Para disminuir aun más su importe, se utilizan luego los bienes gananciales, las sociedades patrimoniales y demás parafernalia financiera.
O sea, que con declaración de bienes o sin ella, los contribuyentes seguimos sin aclararnos de cómo están las cosas.
Lo importante, de verdad, no es la cuantía del patrimonio de nuestros munícipes y demás políticos, sino si éste ha sido obtenido lícitamente o no. Se trata de conocer la diferencia entre lo poseído “antes” y “después” de haber pasado por un cargo público y saber, en consecuencia, cómo se ha producido.

Lo otro —el presumir de ser más pobre que las ratas— resulta del todo punto irrelevante. ¿Es que acaso son menos corruptos los pobres que los ricos? Los anglosajones creen justamente todo lo contrario: ¿para qué va a robar un rico en un cargo público —suelen decirse— si puede conseguir más dinero en su actividad privada? Por eso, en general, los políticos norteamericanos son gentes con posibles, que se decía antes, y que no necesitan de su cargo para vivir.

Aquí, en cambio, si echamos mano del currículum profesional de muchos políticos —prometo hacerlo otro día— es para ponerse a temblar. Precisamente por eso, porque al margen de la política no sabrían qué hacer, es por lo que se aferran a su cargo aunque, al revés de lo que suele creerse, los sueldos de nuestros políticos no son para tirar cohetes. Casos distintos son los de Felipe González y José María Aznar, quienes, aun cobrando un riñón de la actividad privada, no renuncian pese a ello a sus retribuciones públicas ni a tiros.

Mi último motivo de preocupación —y no quiero señalar a nadie— radica en que si en algo tan nimio como el patrimonio se maquillan tanto las cifras, ¿qué no nos ocultarán los políticos en temas presupuestarios y financieros de mayor enjundia?

No quiero ni pensarlo.

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