miércoles, 14 de julio de 2010

Vigilancia, vigilancia

Un montón de telefilmes norteamericanos tipo Sin rastro, CSI y otros nos muestran cada día cómo se pilla a delincuentes gracias a las videocámaras instaladas en lugares públicos. Sensu contrario, se infiere que antes de esos artilugios los criminales debían pasearse por ahí tan tranquilos. Lo que también es verdad.

Contagiados de ese espíritu preventivo, los salmantinos han multiplicado por cuatro en los últimos catorce meses el número de cámaras de vigilancia pública. Parece una barbaridad y hasta supondría todo un récord si aún no estuviesen un cincuenta por ciento por detrás de la mayoría de las ciudades españolas en porcentaje de aparatos instalados.
Lo bueno del caso es que poco más del 2% de los registros (o licencias) de videocámaras son de titularidad pública. O sea, que no es que exista un Gran Hermano ávido de espiar nuestra intimidad, como en la novela de Orwell, sino que generalmente son las empresas, los parkings y las comunidades de vecinos a quienes preocupa la seguridad de sus locales y de sus usuarios.
Por fortuna, pasó ya la tonta manía de ver en todas estas acciones la mano ominosa del control y de la censura policial y política, al haberse demostrado la eficacia contra el crimen de estos mecanismos y cuando, por otra parte, cualquier criatura puede filmar hoy día a su profesor metiéndose el dedo en la nariz sin que el pobre se dé cuenta.
Además, tenemos unas autoridades tan exquisitamente celosas de la intimidad individual —incluida la de los delincuentes— que la ley reguladora de esta materia obliga a que figure “en lugar suficientemente visible” un distintivo que anuncie la vigilancia electrónica. Es decir, que se lo ponemos tan fácil como en su día las bolas de billar a Fernando VII.
Los ataques a la libertad individual no suele venir, pues, de estas cámaras, sino del uso abusivo y fraudulento de datos personales. Durante demasiados años, grandes empresas de la distribución han confeccionado ficheros de clientes que incluso vendían a terceros. Gracias a Dios, ahora, eso, en vez de un suculento negocio, sí que se considera un delito.

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