viernes, 16 de julio de 2010

Vicente del Bosque

No voy a hablar de fútbol. Menos aún de tácticas y estrategias futboleras de las que no entiendo ni papa y que, además, se me dan una higa.

Sí voy a hablar, en cambio, de personas. De una en concreto: de Vicente del Bosque.

Y es que su figura calmosa y modesta, pausada y discreta, contrasta con la estridencia desaforada de nuestros referentes mediáticos, como ahora se dice. En el ancho mundo se llevan hoy día una serie de tipos estrafalarios y frívolos, vocingleros y cursis de los que un buen ejemplo podría ser Paris Hilton. A escala doméstica y más casposa, el paradigma sería Belén Esteban o como se llame esa mujer a la que veo desgañitarse en diferentes platós televisivos sin saber muy bien porqué.

Del Bosque representa justo lo contrario: la moderación y la sensatez, la templaza y el comedimiento. Ésas son virtudes que no las proporciona el cargo de entrenador de fútbol, véase, si no, la antítesis que encarna el nuevo fichaje madridista, José Mourinho. Tampoco son inherentes, precisamente, al honroso cargo de seleccionador del español. Recordemos que antes de Del Bosque ocuparon ese puesto el colérico y xenófobo Luis Aragonés, el sanguíneo y ciclotímico José Antonio Camacho y, sobre todo, el ególatra y narcisista Jabi Clemente.

Frente a tanto ego desatado de sus predecesores, Del Bosque ha dado protagonismo a los verdaderos autores del espectáculo, o sea, a los futbolistas. En él prima lo colectivo sobre lo individual, el trabajo sobre el exhibicionismo, el esfuerzo sobre la palabrería.
No sé si esta actitud significa que los tiempos del deporte y de la vida misma están cambiando, en este caso para mejor. Lo que sí veo es que nuestras autoridades, sin distingos políticos, lo valoran así. Por ello me alegró que Julián Lanzarote y Fernando Pablos encabezasen el nombramiento de Vicente del Bosque como hijo predilecto de Salamanca. Y lo hicieron, además, antes de comenzar el mundial de fútbol. Ésa es la prueba definitiva de que el nombramiento no está ligado a un mero éxito temporal, sino a unas virtudes que van más allá de lo efímero.

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