viernes, 30 de julio de 2010

El último, que apague la luz

Cada vez que me llega un nuevo dato sobre el descenso de población en Salamanca o de su mayor envejecimiento, confieso que me deprimo. ¿Qué futuro colectivo nos espera si acabamos convirtiéndonos en un enorme geriátrico con escaso personal joven, además, que pueda atenderlo?

Ya sé, ya, que la gente se desplaza a donde percibe mejores expectativas de vida. Y eso no es, precisamente, lo que observa en Salamanca. Por eso, los inmigrantes se quedan en la costa mediterránea o en Madrid, sin importarles demasiado la crisis o el paro. Por eso, también, nuestros universitarios, cuando logran acabar la carrera, entre botellones, festivales, juergas y demás parafernalia académica, salen huyendo de Salamanca.
Reconocerán ustedes que es una lástima. Una ciudad con tanta historia, tanta cultura, tanto arte y tanta sabiduría por centímetro cuadrado merecería un futuro mejor. Claro que antes que la nuestra también desaparecieron otras sociedades milenarias, desde Tombuctú a Potosí y desde Petra a Saba, dicho sea sin ánimo de comparar.

Y no es que uno tenga nada en contra de los espacios sin habitantes. En un largo recorrido por los desiertos, cañones y cortadas de Arizona, tras muchas millas sin ver un alma me topé con un indio americano. El hombre resultó ser un conversador agradable que dominaba el idioma navajo, el inglés y el español. Al despedirme de él me quedé con la curiosidad de saber con quién diablos practicaría su conversación tras mi marcha.

Pues una soledad parecida podría acabar por producirse en una Salamanca fantasmagórica de aquí a pocos decenios. La situación, salvando el tiempo y la distancia, me recuerda la del Uruguay de los años 70, diezmado por la represión militar, la emigración y el exilio. Entonces, un gracioso dejó escrito en el aeropuerto de Montevideo: “El último, que apague la luz”.

Por fortuna, las cosas dieron la vuelta en el bello país sudamericano, el cual recupera ahora su pasado esplendor. Yo deseo, y espero, que nadie ponga en Matacán un letrero como el de Montevideo porque, antes de que eso llegase a suceder, hallamos sido capaces de evitar el camino hacia la decadencia.

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