sábado, 3 de diciembre de 2011

Emarsa, Bancaja y otros casos

El que el alcalde de Valverde del Camino gaste 4.000 euros en un burdel es un asunto privado. El que lo haya hecho con una tarjeta de crédito municipal constituye, en cambio, un escándalo público.


Pero lo que más me perturba es que ediles de pueblos de 12.000 habitantes puedan tirar de tarjeta oro como si tal cosa. ¿Cuántos centenares, o miles, de concejales españoles tienen esas tarjetas con cargo a los contribuyentes, tanto si las usan para ir de putas como para otros menesteres más honestos?


La sencilla explicación de este dislate es que en los años de bonanza económica se creía que el maná del dinero público era ilimitado y eterno. Por eso, en una tenebrosa confusión de lo público y lo privado, nuestros políticos y el personal asimilado a ellos han dilapidado fondos que ahora no llegan para gastos sociales absolutamente imprescindibles.


Eso ha sucedido también con Emarsa, la depuradora de los residuos del área metropolitana de Valencia, durante el mandato de Enrique Crespo y su gerente, Esteban Cuesta. La empresa ha sido saqueada sistemáticamente en un derroche de lujos extravagantes, desde joyas hasta viajes a Johannesburgo, pasando por mariscadas y hoteles para presuntas traductoras rumanas.

Todo ello ha sido financiado por los vecinos de los pueblos afectados mediante la factura del agua. Y cuando ese dinero no ha bastado ahí estaba la Generalitat para subvencionar a la depuradora. Aun así, se estima que el agujero patrimonial resultante supera los 20 millones.


Esa alegría monetaria, sin necesidad de llegar a lo delictivo, como en este caso, se ha prodigado asimismo durante años en las cajas de ahorro. Sus gestores, una vez más, no han sido eficaces profesionales de las finanzas, sino gente puesta allí por el poder político. ¿Quién, si no, colocó a Hernández Moltó en Caja Castilla-La Mancha, a Modesto Crespo en la CAM o a José Luis Olivas en Bancaja?


Esos mismos políticos y sus amigos son los que luego han concedido préstamos sin avales, con periodos de carencia o a coste cero a los consejeros de las cajas y bancos participados por ellas. Hay, incluso, quien llegó a su puesto con una mano delante y otra detrás y ahora, tras esos enjuagues y con la información privilegiada que le proporcionaba su cargo, se va con el riñón bien cubierto.


Pero, ¿por qué demonios los políticos han de ser diferentes a los demás mortales? ¿Qué ciencia innata garantiza que presidentes de diputación cesantes, como Joaquín Ripoll o Carlos Fabra, vayan a ser por ello mejores presidentes de puertos o aeropuertos que otros contrastados gestores de empresas privadas?


Sin poner en cuestión sus cualidades, la omnipresencia de políticos expertos en gastos, pero que nunca han tenido que generar los ingresos correspondientes, explica la prodigalidad de muchísimas facturas.


Por eso, hay que agradecer al presidente Alberto Fabra que, frente a la pasiva autocomplacencia de su predecesor, cree ahora un cuerpo de interventores que fiscalicen los gastos de empresas y fundaciones públicas y limite el dinero de las comidas y los viajes de altos cargos.


Aun así, éste es un tímido paso para combatir la crisis no solo económica, sino sobre todo moral, que ha propiciado una extraña y morbosa coyunda de políticos y banqueros. Para corroborarlo, Rodríguez Zapatero deja el Gobierno indultando a Alfredo Sáenz, convicto él de un grave delito contra la libertad de las personas.


Ya me dirán si no es todo un síntoma.

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