Si el inminente ERE
sobre Canal Nou se hubiese efectuado hace cinco años, al comienzo de la crisis,
a lo mejor habría servido para algo. Al menos, nos habríamos ahorrado los
contribuyentes unos 200 millones de euros, entre sueldos e intereses de la
deuda.
Hoy día, en cambio,
cuando la metástasis de la crisis se ha extendido por toda la actividad
económica, los recortes en RTVV, por dolorosos que resulten, sólo son una
anécdota: tan ineficaces como pretender curar un cáncer de páncreas con
aspirinas.
Y es que no se trata
de saber el tamaño que debe tener la televisión autonómica, sino su
conveniencia y sus competencias.
En eso, aunque
parezca lo contrario, no difieren tanto los planteamientos del PP y de la
oposición. El primero, aferrado a la subsistencia de un proyecto desmedido,
plantea la reducción de su gigantesca estructura y la privatización de algunos
contenidos, pero ni cambia el modelo televisivo ni cuestiona su vigencia.
A la oposición conjunta
del PSPV-PSOE, Esquerra Unida y Compromís, tan crítica por cierto con el
derroche del Consell en otros sectores, el monstruoso déficit de Canal Nou no le
quita el sueño. Bajo el mantra de “mantener el servicio público” a toda costa,
parece dispuesta a perpetuar los números rojos del invento, aunque a los
contribuyentes no les quede ni para comer.
¿Pero cuál es ese
importante “servicio público” que prestan las televisiones autonómicas en
general y Canal Nou en particular?
No lo es, por supuesto,
la emisión de concursos, películas, acontecimientos deportivos y programas de
corazón con los que las televisiones públicas compiten con las privadas. Sí lo
es, en cambio la programación de otros canales, como el PBS norteamericano, que
emite contenidos de interés social, cultural o educativo de los que,
obviamente, pasan los canales privados. Ésa es una televisión barata, claro,
pero en consecuencia su audiencia sólo ronda el 2% del share televisivo.
Eso no interesa a
nuestros políticos, ya que los canales autonómicos, en vez de prestar ese
presunto servicio público, están al servicio personal del gobernante de turno,
sea éste del color político que fuere. Sólo así se explica la pervivencia de
televisiones autonómicas en lugares como Extremadura, Castilla-La Mancha o
Murcia, pongamos por caso. Y, curiosamente, ni María Dolores de Cospedal ni José
Antonio Monago ni Ramón Luis Valcárcel
han propuesto cerrarlas antes de tener que quitar dinero a funcionarios y otros
colectivos.
Las únicas
televisiones autonómicas justificables, aquí y ahora, son aquéllas que se
dedican a difundir y promover las lenguas oficiales distintas del castellano,
tal como estableció en su día la ley que las creó. Eso resulta totalmente
aplicable a Canal Nou, por supuesto, pero supone un modelo de televisión
radicalmente distinto del actual, menos pretencioso y grandilocuente.
Todo lo que exceda de
eso, incluida la programación en castellano —¿no existen para ello otras
televisiones en España, tanto públicas como privadas?—, es mero capricho.
Claro que los
ciudadanos —y hasta los políticos— tienen derecho a darse algún capricho de vez
en cuando. Pero hay que saber su coste y su oportunidad. Así, aunque una
familia pueda permitirse el lujo de un crucero por el Caribe a cambio de privarse
de comer, si lo hace es de una irresponsabilidad suicida.
Lo mismo les ocurre a
nuestros políticos, que prefieren dejarnos sin comer antes que sin tele.
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