sábado, 8 de octubre de 2011

El sonrojo de las listas

“Yo soy simpatizante del PP y votaría encantada a González Pons en las elecciones generales, pero “¿por qué mi voto tiene que ir asimismo a Nacho Uriarte, dado que éste también figura en la lista del partido por Valencia?”.

Es la pregunta que me hace una amiga, indignada con el ex presidente de las Nuevas Generaciones del Partido Popular, que fue inculpado hace un año de un delito contra la seguridad vial por conducir ebrio. “¿Por qué voy a dejar que me represente en Las Cortes un borracho?”, sigue erre que erre mi amiga.

Ésta es una de las muchas cuestiones que incomodan a los partidos cuando confeccionan las listas electorales. “Uriarte dimitió como vocal de la Comisión de Seguridad Vial del Congreso”, me explica, como exculpándolo, un alto cargo nacional del partido, “aunque yo también creo que no debería figurar como candidato a diputado”.

Cada vez son más los ciudadanos que miran más allá de las meras siglas partidistas para ver quiénes aspiran a representarlos. “Si yo viviese en Alicante —sigue diciendo mi peleona amiga— tampoco me gustaría tener que votar a Federico Trillo, que sólo aparece por allí durante las elecciones”.

La aparición de cuneros, es decir, de candidatos caídos como paracaidistas en provincias ajenas a su trayectoria política, no es patrimonio exclusivo de ningún partido. Al PSPV-PSOE le pasó con la ya olvidada María Teresa Fernández de la Vega y ha estado a punto de repetirlo con el ministro Ángel Gabilondo, ante un disciplinado y aquiescente Jorge Alarte.

La confección de las listas electorales no responde, pues, al interés de los ciudadanos que las votan, sino al de los partidos que las elaboran. De ahí el servilismo de los aspirantes a un puesto de salida y su sometimiento a cualquier dictado del partido.

“Es que, como me reconocía en privado un dirigente del PP, ‘el funcionamiento de mi partido resulta estalinista’”. La frase no es mía, por supuesto, sino que se la oí este jueves en Salamanca a Raphael Minder, el corresponsal de The New York Times, en unas jornadas sobre la crisis económica internacional.

Se comprende, entonces, la arbitrariedad de los partidos al confeccionar las listas de candidatos.

Por ejemplo: el PP decide que, en principio, ningún alcalde puede simultanear su cargo con el de diputado, por lo que no van al Congreso políticos de la talla de Rita Barberá, Lorenzo Agustí o Adela Pedrosa. En cambio, permite a María Dolores de Cospedal compaginar dos cargos tan incompatibles como el de secretaria general del partido y presidenta de una comunidad autónoma.

Si el PSOE no critica esta contradicción es porque fue el primero en ponerla en práctica, colocando al presidente aragonés Marcelino Iglesias al frente del partido.

La otra característica sonrojante de las listas, más allá de los intentos infructuosos de Carlos Fabra de poner a su hija Andrea por delante de Manuel Cervera en Castellón, es su utilización como alternativa a otros cargos institucionales o partidistas.

Así, por ejemplo, Alarte manda a Madrid a Ximo Puig, su rival en el último Congreso del partido, y Fabra agradece con un puesto de diputada la dedicación de Ascensió Figueres a la Acadèmia Valenciana de la Llengua.

¿Qué tienen que ver todas estas movidas con los intereses de los ciudadanos?

Muy poco, por supuesto. ¿Pero es que alguien aún cree a estas alturas que el sistema de listas cerradas y circunscripciones amplias garantiza el funcionamiento democrático?

A eso se le llama ser iluso.


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