A diferencia de España, los debates electorales en
Francia sí que lo son, en vez de esos espacios televisivos encorsetados, con
intervenciones tasadas y réplicas de cartón-piedra que gastamos entre nosotros.
Así que Hollande
y Sarkozy no omitieron el otro día
ningún tema, se interrumpieron a modo y manera, utilizaron el sarcasmo y la
invectiva y no ahorraron explicaciones a sus compatriotas.
Bien distinto, pues, de lo que sucede aquí. Pero lo curioso
del caso es que España estuvo recurrentemente presente en el debate: desde las
cifras de paro hasta el voto de los inmigrantes en las elecciones municipales. También
el nombre de Rodríguez Zapatero fue
zarandeado como incómoda arma arrojadiza de uno a otro.
No es que este tipo de debates decidan el resultado
electoral, por supuesto. Pero sí sirven para arañar unos cuantos votos, más que
por lo que dicen los contendientes, que se supone conocido, por cómo lo dicen.
Ahí perdió claramente Sarkozy, ya que quiso mostrarse
cercano a los televidentes, sonriendo en ocasiones y dirigiéndose a los
moderadores como un alumno que buscase su aprobación.
Hollande, por el contrario, con la distante actitud de quien
ya se imagina jefe del Estado, ni sonrió, ni descompuso el gesto, ni miró a
nadie más que a su oponente. Conectó con sus compatriotas adoptando el elegante
desdén que suele asociarse a la grandeur
y que encarnaron desde De Gaulle a Chirac pasando por el arrogante socialista
Mitterrand.
Y es que los ciudadanos, muchas veces, no queremos que
nos representen personas como nosotros, sino tipos inalcanzables que, vaya a
saberse por qué, suponemos que son mejores que nosotros mismos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario