Estoy en Escocia, donde aparte del inglés apenas si se
habla el gaélico escocés. Y es que una cosa es la oficialidad y otra muy
distinta la realidad. También el gaélico y el maltés son dos de las 23 lenguas
oficiales de la UE y, sin embargo, las cabinas de interpretación de esos
idiomas están vacías en el Parlamento Europeo ante la inutilidad de la
traducción simultánea a dichas lenguas.
Debido seguramente a esa inconcreción lingüística no
parece que Escocia vaya segregarse del Reino Unido en el referéndum del próximo
otoño. Eso, a pesar de que la región ha tenido una larga historia como país
independiente, en constante beligerancia con su vecina Inglaterra.
Es justo lo contrario de lo que sucede en Cataluña, que
nunca ha tenido una andadura como nación específica, sino dentro de uno u otro
de los reinos de España, pero donde el sentimiento independentista crece día a
día.
La razón de esta tendencia separatista la halla un amigo
filólogo en la lengua: “La patria es el idioma”, me dice, “y cuando se impone
un idioma diferente se crea una sentimentalidad distinta y la necesidad de una
organización política propia”. “Por eso”, añade, “no hay tensiones
secesionistas en EEUU, pese a las diferencias entre Hawaii y Texas o entre
Alaska y Florida”.
Cataluña, en cambio, puede llegar a ser más
independentista que Escocia gracias al monolingüismo catalán. Se entiende así
la política educativa de la Generalitat, la falta de recortes en TV-3 y las
multas por rotular en castellano.
Si la patria es el idioma, la ausencia de la lengua
española llevará, más pronto que tarde, ya sea ello justo o no, a la
independencia de Cataluña.
Al tiempo.
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