Como si no tuviesen nada mejor que hacer, Las Cortes Valencianas vigilarán
desde el próximo Pleno el decoro en la vestimenta y en las actitudes de sus
parlamentarios.
La norma, aprobada a instancias del presidente de la Cámara, Juan
Cotino, va dirigida expresamente contra las camisetas de la
representante de Compromís Mónica Oltra y los excesos de otros
diputados de la oposición e invitados propensos a la algarada.
“Aprobar una norma de ese tipo nos hace parecer como unos fachas o algo
por el estilo”, me dice un diputado del PP, disconforme con la medida:
“Para evitar los excesos bastaba con la reglamentación existente, sin
necesidad de ofrecer carnaza a nuestros rivales”.
Su argumentación no va contra la necesidad de un correcto comportamiento
parlamentario — “los que practican el desplante, la descalificación y el
alboroto en el fondo no creen en la democracia y sustituyen su falta de votos
con el exceso de gritos”, me explica—, sino contra la oportunidad de una
norma concreta como ésta.
Es que las formas muchas veces son tan importantes como el fondo de cualquier
cuestión. Los que tuvimos la oportunidad de conocer al presidente catalán
Josep Tarradellas, defensor a ultranza del protocolo
institucional y de la cortesía parlamentaria, le oímos decir más de una vez:
“En política, cuando se pierden la urbanidad y las buenas maneras también se
pierde la razón”.
Se puede pensar que aquellos tiempos, los de la Transición a la democracia,
eran otros tiempos y que ahora no se puede limitar la “libertad de
expresión”, como aducen los partidarios de hacer de su capa un sayo.
Pero precisamente en aquellos tiempos también se creía en la informalidad,
como le ocurrió al socialista Manuel Marín, quien luego
llegaría a presidente del Congreso. Comentaba en una ocasión su debut en Las
Cortes siendo un joven profesor con atuendo progre. Su prestigioso
correligionario Gregorio Peces Barba le interpeló: “¿Adónde
va usted con esa facha? Cómprese enseguida ropa como Dios manda”. Y el
compungido Marín volvió al rato, “tras reconocer que Gregorio tenía razón y
haberme comprado mi primer traje con chaleco”.
Anécdotas aparte, aquí y ahora podremos comprobar muy pronto si con la
aprobación de la norma Cotino no va a ser peor el remedio que la
enfermedad y si la conculcación de la norma le va a dar nuevos réditos políticos
a los diputados insumisos.
Con todo, el problema de verdad no es la vestimenta de los parlamentarios
sino la quiebra de nuestra economía. El mes que viene, la Generalitat tiene que
devolver más de 3.000 millones a las entidades financieras, además de afrontar
los pagos atrasados a los proveedores de la Administración. Todo un problemón
mientras arrecian los recortes en educación y en sanidad. Como dijo esta semana
Alberto Fabra en la romería de la Santa Faz, “no hay dinero
para garantizar el Estado de bienestar”.
Más dramático aun es el vaticinio de un economista amigo mío que prevé
“la próxima intervención por parte del Estado de la comunidad de Murcia o la
nuestra”. La explicación: “Las dos son de las más endeudadas y a ambas
las administra el PP, con lo que no se podría criticar a Mariano
Rajoy de sectario, a diferencia de lo que sucedería si interviniese a
Cataluña o a Andalucía”.
Sin necesidad, pues, de que se cumpla predicción tan dramática, hay cosas más
graves de qué preocuparse que de la vestimenta de Mónica Oltra y otros
congéneres.
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