lunes, 24 de mayo de 2010

Ceremonia de autobombo

“Todos los partidos políticos prefieren mirarse el ombligo que hacerlo a los ojos de los ciudadanos”, me dice un militante del PP crítico con el aparato de su partido. “Y el mío en eso no es ninguna excepción, sino que lo practica hasta el exceso”.

La frase fue pronunciada antes de haberse convocado la ceremonia de autobombo celebrada ayer en el Palacio de Congresos, escenario más modesto y de menor aforo que la Plaza de Toros, espacio habitual de otras celebraciones. Aun así, el repiqueteo de teléfonos, la avalancha de SMS y el uso masivo de las redes cibernéticas fue constante: hasta un servidor recibió vía Facebook, sin comerlo ni beberlo, invitaciones para asistir al acto. Al final, los 2.000 cargos del PP cuyo futuro depende de la decisión del partido acudieron presurosos a arropar a Francisco Camps y garantizar su propia supervivencia.

El motivo del evento —conmemorar los tres años del actual gobierno popular— y hasta su eslogan —“nosotros cumplimos”— eran irrelevantes, porque su único objetivo consistía en reforzar el liderazgo de Camps y asegurar su candidatura para los próximas elecciones, presionando con él al dubitativo entorno de Mariano Rajoy.

No otra cosa mostraron las expresiones sembradas a lo largo de la semana por el presidente del Consell: “Soy atacado porque no hay forma de ganarme”, “seguiré hasta el final”, “si creen en la democracia —los socialistas— que ganen las elecciones en las urnas”…

Esta imbricación de lo judicial con lo político y esta absoluta identificación del personaje con el partido pretenden blindar a Camps ante cualquier eventualidad y contrastan con la actitud de otros homólogos suyos, como el castellano y leonés Juan Vicente Herrera, que duda si seguir o no en su cargo sin que ningún asunto procesal perturbe su despejado horizonte político.

Y es que el escándalo Gürtel —que sí existe a nivel nacional, aun en la hipótesis de la prístina inocencia de Paco Camps— resulta motivo más que suficiente a juicio de muchos dirigentes del PP para apartar al presidente de la Comunidad de su cargo. Durante la República, el famoso tema del estraperlo acabó con la vida política de Alejandro Lerroux, aunque él tampoco se enriqueciese con ningún soborno. En la democracia, el caso Sóller, más tarde archivado por la justicia, le costó su puesto al presidente balear Gabriel Cañellas; y un pleito laboral del que resultó absuelto hizo dimitir al de Castilla y León, Demetrio Madrid. Ambos dos han podido seguir luego su vida profesional como si tal cosa.

Claro que todos los casos son diferentes. Pero manifiestan un doble denominador común: por una parte, que la culpabilidad judicial no tiene nada que ver con la responsabilidad política y, por otra, que las personas pasan pero las instituciones, por fortuna, siempre les sobreviven.

Normalmente, a los políticos, a casi todos, les cuesta darse cuenta de ese principio, con escasas excepciones como las de Felipe González o José María Aznar, entre otras razones, porque suelen estar presos de un entorno de halagadores que, como los falsos espejos, suelen devolverles una imagen hermoseada de ellos mismos. Sucede como en el cuento de El emperador desnudo, con el que en estas mismas páginas ironizó brillantemente sobre el caso Gürtel Xavier Borrás: nadie se atreve a reconocer lo evidente, por miedo a ser tachado de malvado o de estúpido.

Sin embargo, el miembro de PP al que aludía al principio argumenta: “A Camps le vendrá bien esa defensa numantina, pero al partido fuera de la Comunidad Valenciana le está haciendo polvo”.

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