Desde hace años, todos los jugadores de la selección
francesa de baloncesto, salvo el ex valencianista Nando de Colo, son negros. Lo mismo sucede con la británica,
comandada por el sudanés Luol Deng.
Éstos son efectos de la nueva Europa multirracial, claro
está, aunque sus proporciones étnicas no se corresponden con las existentes en
sus países respectivos.
Por lo mismo, allí donde no existen deportistas de origen
foráneo que mejoren el nivel competitivo nacional, se importan. Sucede en el
fútbol, en el que en algún campeonato todos los conjuntos, desde Polonia a
Turquía, han tenido su jugador brasileño, incluyendo a España, con Marcos Senna.
Eso no es bueno ni malo: simplemente es. Lo mismo que la
masiva irrupción de corredores africanos en el atletismo europeo, desde los
tiempos de Wilson Kipketer, el
mediofondista keniano nacionalizado danés.
En los Juegos Olímpicos que ahora se disputan en Londres,
tenemos el caso de España, cuya delegación acoge a 23 deportistas originarios
de 13 países distintos, desde Ucrania a Ecuador, pasando por la República del
Congo. En algunos deportes, como el tenis de mesa, ha podido verse
repetidamente la sorprendente imagen del enfrentamiento de jugadores chinos
representando a países diferentes, como nuestros palistas Zhi Wen He y Yanfei Shen.
Lo paradójico del caso es que tanta dispersión geográfica
y tanto exotismo no ha menguado un ápice el fervor nacionalista de los
seguidores de los equipos respectivos; ni siquiera sabiendo, como se sabe, que los
deportistas de importación y los records que ellos aportan se consiguen casi
siempre a golpe de talonario.
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