Los piratas de Somalía o las bandas armadas del Sahel
deben tener preferencia por el secuestro de ciudadanos españoles. Saber seguro
que cobrarán un rescate por ellos y, además, hecho con absoluta discreción es
un auténtico chollo.
Ahí radica la madre del cordero en la polémica sobre la
repatriación de cooperantes españoles, más allá de la benemérita labor que
realizan en países asolados por la miseria.
Y es que el pago a terroristas, amén de constituir en sí
mismo un delito, alimenta el apetito económico de los delincuentes y les provee
de más armas con las que perpetrar nuevas acciones.
Lo paradójico del rescate de connacionales secuestrados
en el exterior es que se hace a cargo de las arcas públicas. Es decir, es el
propio Estado el que incurre de hoz y coz en la ilegalidad, colaborando con los
terroristas y lo hace, por otra parte, con el dinero de todos los ciudadanos, a
quienes nos convierte en cómplices involuntarios de su acción delictiva.
Eso, al margen de su calificación penal, podría entenderse
cuando quien paga es un particular, ya sea la familia del secuestrado o la
empresa para la que trabaja. En cambio, resulta escasamente edificante cuando lo
realiza el Estado, que en todo momento y circunstancia debe ser garante de la
más estricta legalidad.
Dicho lo que antecede, moleste a quien moleste, lo más
ético en todo este asunto sería que aquellos ciudadanos privados que se
expongan a situaciones de riesgo firmen un documento en el que explícitamente se
opongan a cualquier pago por su rescate en caso de secuestro.
Así, entre otras cosas, los terroristas se lo pensarían
dos veces antes de atentar contra ellos.
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