lunes, 18 de junio de 2012

Ahora llega lo peor


El único que lo ha dicho alto y claro es el presidente de Cataluña, Artur Mas. “No hay dinero”, le ha espetado a Joaquim Nadal, portavoz de los socialistas en el Parlament. Y, por si no quedase suficientemente claro, le ha preguntado: “¿Cuál de estas palabras no entiende usted?”

         Ni Mariano Rajoy, a escala nacional, ni Alberto Fabra, en el ámbito de nuestra Comunidad, se han atrevido a pronunciar expresiones semejantes. Al contrario. En una aparente huida hacia adelante, el presidente español y su ministro Luis de Guindos han afirmado que el Gobierno aun va a ganar dinero con el préstamo/rescate europeo de 100.000 millones de euros.

         Tal cual.

         Por su parte, los consellers Máximo Buch y José Manuel Vela se frotan las manos calculando cuántos de esos fondos —destinados en exclusiva a sanear la maltrecha banca española— puede ser arañados por la Generalitat para pagar sus deudas. Un despropósito.

         Y es que la palabra clave sigue siendo ésa: deuda. La del Estado acabará subiendo en la cuantía del préstamo/rescate, si no más, a cuenta del creciente endeudamiento de unas autonomías que aún no han puesto coto a sus desmanes económicos: ¿cuántos años de retraso, por ejemplo, lleva acumulados la ineludible reforma de RTVV que, a buen seguro, se quedará corta cuando se presente el mes que viene?

         La desconfianza en la evolución del proceso de ajuste de España es notoria en todos los ámbitos. En Gran Bretaña, donde me encuentro, es algo en lo que coinciden colegas de las universidades de Oxford o Cardiff, pongo por caso.

         Para ellos, resulta inaudito el derroche en obras públicas faraónicas de estos últimos veinte años. Y eso que sólo hablan de lo que conocen y no se pierden en detalles más prosaicos, como la fantasiosa Ciudad del Circo de Alcorcón o la aun más pretenciosa de la Cultura, en Galicia. No comprenden tampoco que España tenga más kilómetros de autopistas que el Reino Unido —donde las carreteras nacionales siguen plagadas de semáforos— y muchos más de trenes de alta velocidad.

         Por esa falta de proporción y de eficiencia, creen que aún son inevitables muchísimos más recortes en la economía española.

Y tampoco entienden, al igual que Joaquín Almunia y la Comisión Europea, que haya que mantener entidades financieras —sin aludir necesariamente al Banco de Valencia— cuya desaparición beneficiaría al conjunto nacional. ¿Por qué, si están cerrando ferreterías, inmobiliarias o restaurantes —me pregunta un empresario británico—, no deben quebrar los bancos, que son instituciones más tóxicas?

Está visto que no sólo las agencias de ratings y los inversores foráneos son adversos al errático deambular económico del Gobierno español, sino que lo es también la opinión pública internacional.

Todo esto, en vísperas de acontecimientos que pueden precipitar aún más el descrédito, la urgencia de drásticas medidas y la necesidad de aplicar en España un cortafuegos para Europa: las elecciones griegas de hoy, con el futuro del euro en juego; las legislativas francesas, que pueden ratificar la ruptura existente en el frente europeo; las de Egipto, con la incertidumbre del islamismo y de su efecto en el precio del petróleo,… Y, finalmente, la reunión del G-20 y las decisiones que sus dirigentes puedan tomar al borde del abismo.

Ya ven si las cosas están feas o no. Y, mientas tanto, seguimos sin enterarnos, como dice Artur Mas, de que “no hay dinero”. ¿Cuál de esas palabras no entendemos?  










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