De momento, sólo prevén la posible
independencia de Cataluña los solidariamente nostálgicos dirigentes de Letonia
y Lituania, que hace veintitantos años eran más jóvenes y más revolucionarios,
claro está. También los diputados de Umberto
Bossi, enfundados en unas camisetas esteladas,
preludio de la inexistente Padania al norte de Italia.
Por lo demás, el debate
sobre el catalanismo se centra en el pasado, como si fuesen relevantes las
veleidades feudales del conde Borrell II
en el siglo X o la obviedad de que Cataluña nunca fue independiente antes, en
toda su historia. ¿Qué más da?
Lo importante es un futuro
que tenemos abierto en canal ante nuestros ojos mientras unos y otros,
siguiendo su propio camino, parecen ignorarlo.
Europa es demasiado vieja
para no saber que todo el posible… e imprevisible. El simple atentado al
heredero del Imperio Austrohúngaro provocó la primera guerra mundial, y las
sanciones de posguerra a Alemania, la segunda. Hoy día existen países
impensables, como un Chipre que sólo es media isla, o un Kosovo que algunos
—entre ellos España— aún no han reconocido.
Por lo mismo, hace 40 años
en Cataluña apenas si había independentistas y ahora, por la ceguera culpable y
reiterada de muchos, ya ven.
¿Nos hemos parado a pensar
qué podría suponer la fragmentación del mercado español con la pérdida del 20%
de su PIB? ¿Y el efecto secesionista de contagio en otras regiones? ¿Y el
efecto periférico en el vecino pancatalanismo de las Baleares y algunas
comarcas de la Comunidad Valenciana?
No parece que nadie lo haya
hecho, ni Gobierno ni oposición. Pero también la Europa satisfecha y
biempensante, sometida a una crisis que puede acabar con ella, esconde la
cabeza ante posibles repercusiones a medio plazo desde Flandes al sur de
Francia y desde Escocia a la fronteriza Ucrania.
Estamos, pues, sentados
todos frente a la caja de Pandora y nadie se atreve a reflexionar en voz alta
en cómo solventar el problema.
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