No me refiero a las
archiconocidas disputas entre el Partido Popular y el Gobierno al que legalmente
apoya, ejemplificadas en la inquina entre Mª
Dolores de Cospedal y Soraya Sáenz
de Santamaría. Tampoco a los enfrentamientos dentro del Ejecutivo entre Cristóbal Montoro y el ministro José Manuel Soria, por ejemplo.
Solamente aludo a que el PP
presumía hasta ayer, como quien dice, de ser el único partido con el mismo
discurso para toda España. Y eso se acabó.
Mientras Mariano Rajoy argumenta la conveniencia
de subir impuestos, José Antonio Monago
los baja en Extremadura. Mientras el ministro José Ignacio Wert se rompe los cuernos por mantener al menos en 6
puntos la nota media para obtener beca, el presidente de Castilla y León, Juan Vicente Herrera, dice que en esa
Comunidad popular bastará con un 5.
Podríamos seguir añadiendo
casos hasta el infinito, como la insumisión de varias Comunidades Autónomas al
déficit público establecido para sus territorios, o el reto de Ignacio González, presidente de Madrid,
de no aplicar la ley antitabaco en el supuesto improbable de que Sheldon Adelson consiga el dinero para levantar
Eurovegas en Alcorcón.
Con estos y otros ejemplos
de anteponer los presuntos intereses territoriales a los del conjunto de
España, ¿qué autoridad moral puede tenerse para enfrentarse a los planes de Artur Mas, Oriol Junqueras y demás prohombres del secesionismo catalán? Con
estos precedentes, ¿no resulta lógico que Íñigo
Urkullu haya exhumado ahora el derecho
a decir también para el País Vasco? ¿Y que mañana puedan hacer lo propio en
Asturias, Canarias o donde se les ponga en las narices?
O se recompone, pues, el
Partido Popular con un discurso si no único, al menos coherente, o la deriva secesionista
no habrá hecho más que comenzar.
¿Se imaginan el espectáculo
de unos ciudadanos, otrora españoles, decidiendo en que Comunidad Autónoma (o
Estado federal o independiente) les interesa empadronarse según su conveniencia
personal?
Sencillamente, ridículo.
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