El
alivio occidental por la caída del islamista egipcio Mohamed Mursi contrasta con su apoyo indisimulado a los yihadistas
que combaten a Bashir al Assad en
Siria.
Ésta
es una más de las contradicciones de los regímenes democráticos, que han
aplaudido la caída de dictaduras laicas, como la del sha Reza Pahlevi en Irán y la de Sadam
Hussein en Irak, para ser sustituidas por el extremismo religioso chií o
por la sangrienta inestabilidad del terrorismo. Ya me dirán dónde están los
cacareados beneficios para la población, al igual que en la Libia post-Gadafi, convertida en un permanente
polvorín.
El
final de la llamada primavera árabe
no parece, pues, muy prometedor. En algunos países, como Túnez, la dictadura
del corrupto Ben Alí no pudo acabar en
su día con el espíritu cívico de la población ni con los derechos de la mujer,
inimaginables en el resto de los países musulmanes. Ahora, en cambio, el nuevo
Gobierno pretende aprobar una Constitución islámica y excluyente.
Por eso, la tutela militar de la
democracia, como sucede ahora en Egipto,
casi parece inevitable. Sucedió en Argelia, donde el ejército anuló la victoria
electoral del Frente Islámico de Salvación y otorgó la presidencia del país a Abdelaziz Bouteflika, un histórico de la independencia frente a
los franceses.
Pero el modelo se remonta a la
Turquía de Kemal Ataturk, un militar visionario y autócrata que en el lejano
1922 abolió por la brava la teocracia, impuso el sistema métrico y el alfabeto
romano, prohibió la vestimenta religiosa en público y equiparó los derechos de
la mujer a los del hombre. De distintas formas, desde entonces, el ejército turco
modela la vida política para controlar la intolerancia islámica.
¿Nos
hallamos ante una limitación de la democracia? Por supuesto que sí, según
nuestros parámetros occidentales. Sin embargo, hay quienes equiparan el
extremismo islámico a otras doctrinas totalitarias, como el fascismo o el
nazismo, que llegaron al poder mediante elecciones democráticas precisamente
para abolir la democracia.
Por eso,
algunos se preguntan: de haberse evitado por la fuerza la ascensión de Hitler, ¿no se habrían ahorrado
millones de muertos en una Europa sometida a la destrucción y la barbarie?
Planteada
así, la cuestión no deja de ser inquietante.
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