Jacques Anquetil,
ganador de cinco Tours entre 1957 y 1964, declaró poco antes de su muerte
prematura: “En mi época, todos los ciclistas nos dopábamos”. A pesar de esa
confesión tan explícita, Anquetil no fue privado jamás de los títulos
conseguidos.
Justo,
lo contrario que Lance Armstrong, quien
nunca dio positivo en ningún control antidopaje y que siempre ha negado haberse
drogado. Aun así, por la simple delación de terceras personas, Armstrong ha
pasado de la gloria a la ignominia en un santiamén. Claro que Anquetil era
francés y él no.
Lo
paradójico del caso, es que los maillots amarillos quitados al norteamericano
no van a ser asignados retrospectivamente a quienes quedaron segundos en
aquellos Tours. Y es que en los últimos veinte años la mayoría de los ganadores
de las grandes pruebas ciclistas han sido condenados por dopaje alguna vez,
desde Jan Ullrich a Alberto Contador, pasando por Floyd Landis o Roberto Heras.
La
conclusión, pues, no puede ser más demoledora: todos los corredores, en
general, se drogan; unas veces son pillados haciendo trampas y otras no, pero
la práctica del dopaje se ha generalizado ante la exigencia cada vez más brutal
de unas carreras que requieren esfuerzos sobrehumanos.
Si
esto es así, resulta hipócrita este castigo desproporcionado —y retrospectivo—
al mejor ciclista de todos los tiempos, el cual ha corrido, probablemente, en
las mismas condiciones artificiales que todos los demás.
Por
esas razones, me temo que la sanción a Armstrong no resultará todo lo ejemplar
que presumen sus dispensadores, sino que estimulará nuevas y más sutiles formas
de dopaje que eviten su detección por los futuros controles.
Así, hasta la próxima sanción. Y vuelta a empezar.
Así, hasta la próxima sanción. Y vuelta a empezar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario