Hace 90 años, Kemal
Ataturk creó la nueva Turquía sobre las ruinas del antiguo Imperio Otomano,
modernizó el país, separó la Iglesia del Estado y prohibió el uso público de
los símbolos del Islam.
En 1958, Habib
Burguiba dotó a Túnez de su primera Constitución democrática y moderna, en
la que se equiparaban los derechos del hombre y la mujer.
Entre 1956 y 1974, varios militares árabes dieron
sucesivos golpes de Estado e instauraron regímenes laicos, sometiendo los
líderes religiosos al poder político. Fueron Gamal Abdel Nasser en Egipto, Muamar
el Gadafi en Libia, Sadam Husein
en Irak, y Hafez Al-Assad —padre del
actual presidente, Bashard— en Siria.
Todos ellos se convirtieron, en mayor o menor medida, en
déspotas sanguinarios merecedores de su deposición. Pero, ¿ha llegado tras
ellos la democracia a sus respectivos países?
En una comparación histórica no siempre afortunada, el
extremismo religioso de la Europa medieval parece haberse instalado hoy día en
los países islámicos, con guerras de religión, santas inquisiciones y el
sometimiento de los derechos humanos al fanatismo teológico.
¿Era eso lo esperado tras la intervención norteamericana
en Irak, el derrocamiento de Gadafi con ayuda europea o la caída del tunecino Ben Alí y el egipcio Mubarak? ¿Y quién puede garantizar que
se instaure la democracia a Siria después de Bashard Al-Hassad?
Las cosas no son, por consiguiente, tan sencillas como lo
preveía la bienintencionada opinión pública occidental. Lo último que está
ocurriendo en muchos de esos países —las violentas algaradas tras la emisión de
un vídeo estúpido y malsano— no hace sino ratificar aquel aforismo de que el
camino al infierno suele estar empedrado de buenas intenciones.
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