En vez de estarse calladito, Iñaki Urdangarin pide ahora que se consideren prescritos sus presuntos delitos fiscales cometidos
entre 2003 y 2005.
Está en su derecho, claro. Cualquier imputado también
tiene el derecho procesal a mentir, aunque eso no le haga parecer más inocente
a los ojos de la sociedad.
Aparte de los otros posibles delitos que se les imputan,
Urdangarin y su socio deberían pagar a Hacienda por su fraude fiscal no menos
de cinco millones. En momentos como éste, en que el Estado nos cruje a los demás
ciudadanos con una presión fiscal de órdago, semejante cifra supone por sí
misma un escándalo mayúsculo.
Y es que Urdangarin posee el raro mérito de provocar él
solo más alarma social que cualquier otro sospechoso de delito alguno. Con sus tejemanejes,
ha causado un cuantioso daño a la empresa que le tenía contratado, Telefónica,
que ha sufrido la baja de decenas de miles de abonados, escandalizados por su
sueldo millonario.
También, tras casi cuarenta años de monarquía
constitucional, él solo ha erosionado la institución más que todas las campañas
de los republicanos más recalcitrantes. Ya me dirán si no tiene delito el hombre.
Lamentablemente para él, el susodicho ha logrado concitar
el rencor de unos ciudadanos dolidos por el derroche, la corrupción y la
codicia de muchos de sus dirigentes.
Y aún habremos de ver más episodios de este culebrón
procesal. Nos tememos, incluso, que la presunta modestia sobrevenida a la
familia Urdangarin al dejar su mansión de Pedralbes sólo sea el preludio de la
venta del inmueble para escamotearlo así a las responsabilidades civiles del
imputado.
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