jueves, 3 de octubre de 2013

Vivir en Las Azores



Vivir en medio del Océano Atlántico, a 1.500 kilómetros de la Península y a 4.000 de Nueva York, es como hacerlo en medio de ninguna parte.
Por eso, el portugués Durao Barroso escogió en 2003 Las Islas Azores para que George Bush, Tony Blair y José María Aznar pudiesen planificar relajadamente la invasión de Irak.
Por su situación geográfica, su clima cambiante, la inevitable importación de bienes de consumo, la escasez de infraestructuras y la débil demografía de las islas, éstas, a diferencia de las Canarias o Madeira, se hallan al abrigo del turismo masificado y especulativo, con barrigas al aire en busca del sol en millares de apartamentos construidos al tuntún.
Con un clima que en un solo día pasa por las cuatros estaciones, todos los días del año, el suyo es lógicamente un turismo de otro tipo: natural, ecológico, de avistamiento de ballenas y otros cetáceos, de amantes de las fumarolas y de bellísimos paisajes volcánicos, con baños termales, escuelas de buceo, senderismo y deportes radicales. Otro mundo, en suma.
Pero este mundo, históricamente duro para los nativos, propició una emigración hacia Canadá y Estados Unidos que duró hasta finales de los 80. En la actualidad, bastantes de aquellos indianos han regresado, exhibiendo su éxito algunos de ellos, acompañados de otros que han sido deportados del Norte de América por conductas antisociales.
Sorprendentemente, a pesar de ese batiburrillo de orígenes y de influencias lingüísticas, los azorinos apenas si padecen desempleo, en comparación con el Portugal peninsular. Y es que ser una región excéntrica de la UE con menor renta ha propiciado todo tipo de programas de ayuda comunitarios.
Claro que, como en otras regiones favorecidas por los fondos europeos, algunos de éstos se han dedicado al consumo en vez de a las infraestructuras. Aun así, los coches compiten en calidad con las carreteras y los vehículos circulan raudos por una capital con aceras de apenas 50 cm. para justificar que existen.
Nadie, pues, mejor que los azorinos, beneficiarios del invento comunitario, para reivindicar su condición europea y su apego sin fisuras a una UE cuestionada ya en medio continente.

jueves, 26 de septiembre de 2013

La crisis no es igual para todos

Rodrigo Rato llevó a la ruina a Bankia y ahí le tienen: sin haber perdido un duro de sus emolumentos en el banco nacionalizado, al igual que antes le ocurrió en el FMI. Es más: acaba de estrenar nuevo puesto como consejero bien retribuido en el Santander de Emilio Botín sin dejar por ello de ser asesor bien pagado en la Telefónica de César Alierta.
José Luis Olivas llegó a Bancaja —y luego a Bankia— con una mano delante y otra detrás con el oscuro mérito de haber presidido interinamente la Comunidad Valenciana. Tras lograr destruir la entidad financiera, ahora es un millonario con sustanciosos consejos de Administración obtenidos, obviamente, gracias a su impericia profesional.
Dichosos sean los tipos como ellos. Estos dos no son más que modestos ejemplos de quienes han dilapidado miles de millones, obligado al Estado español a endeudarse con la Unión Europea, y arruinado a decenas de miles de pequeños ahorradores que no han tenido culpa de nada.
Se ve, pues, que la crisis no es igual para todos. Sin quererlo, lo acaba de resumir Mariano Rajoy: “España ha salido de la recesión, pero no de la crisis”, ha dicho. O sea, que podemos estar contentos de que el PIB crezca, por ejemplo, un 1%, aunque sea al coste de que siga en el paro el 25% de la población. Es decir, que una vez más ese crecimiento no llega al conjunto de los ciudadanos.
Ante la estólida impavidez de nuestra clase dirigente —no sólo de los políticos, por supuesto—, habría que instaurar unas normas bien simples: ampliar los delitos societarios a quienes malversan dinero ajeno; limitar los sueldos de los altos directivos empresariales; inhabilitar para ciertos cargos a quienes hayan mostrado su ineptitud para ellos; obligar a devolver lo perdido por terceros a causa de los enjuagues de unos pocos… y media docena de disposiciones más.
Así resultaría más improbable la siguiente crisis y, sin que se acelerase suficientemente la salida de ésta, al menos estarían más repartidas sus consecuencias y no se beneficiarían de ella los mismos de siempre.     

domingo, 22 de septiembre de 2013

¿Existe aún el PP?



No me refiero a las archiconocidas disputas entre el Partido Popular y el Gobierno al que legalmente apoya, ejemplificadas en la inquina entre Mª Dolores de Cospedal y Soraya Sáenz de Santamaría. Tampoco a los enfrentamientos dentro del Ejecutivo entre Cristóbal Montoro y el ministro José Manuel Soria, por ejemplo.
Solamente aludo a que el PP presumía hasta ayer, como quien dice, de ser el único partido con el mismo discurso para toda España. Y eso se acabó.
Mientras Mariano Rajoy argumenta la conveniencia de subir impuestos, José Antonio Monago los baja en Extremadura. Mientras el ministro José Ignacio Wert se rompe los cuernos por mantener al menos en 6 puntos la nota media para obtener beca, el presidente de Castilla y León, Juan Vicente Herrera, dice que en esa Comunidad popular bastará con un 5.
Podríamos seguir añadiendo casos hasta el infinito, como la insumisión de varias Comunidades Autónomas al déficit público establecido para sus territorios, o el reto de Ignacio González, presidente de Madrid, de no aplicar la ley antitabaco en el supuesto improbable de que Sheldon Adelson consiga el dinero para levantar Eurovegas en Alcorcón.
Con estos y otros ejemplos de anteponer los presuntos intereses territoriales a los del conjunto de España, ¿qué autoridad moral puede tenerse para enfrentarse a los planes de Artur Mas, Oriol Junqueras y demás prohombres del secesionismo catalán? Con estos precedentes, ¿no resulta lógico que Íñigo Urkullu haya exhumado ahora el derecho a decir también para el País Vasco? ¿Y que mañana puedan hacer lo propio en Asturias, Canarias o donde se les ponga en las narices?
O se recompone, pues, el Partido Popular con un discurso si no único, al menos coherente, o la deriva secesionista no habrá hecho más que comenzar.
¿Se imaginan el espectáculo de unos ciudadanos, otrora españoles, decidiendo en que Comunidad Autónoma (o Estado federal o independiente) les interesa empadronarse según su conveniencia personal?
Sencillamente, ridículo.   

domingo, 15 de septiembre de 2013

Nadie piensa en mañana



De momento, sólo prevén la posible independencia de Cataluña los solidariamente nostálgicos dirigentes de Letonia y Lituania, que hace veintitantos años eran más jóvenes y más revolucionarios, claro está. También los diputados de Umberto Bossi, enfundados en unas camisetas esteladas, preludio de la inexistente Padania al norte de Italia.
Por lo demás, el debate sobre el catalanismo se centra en el pasado, como si fuesen relevantes las veleidades feudales del conde Borrell II en el siglo X o la obviedad de que Cataluña nunca fue independiente antes, en toda su historia. ¿Qué más da?
Lo importante es un futuro que tenemos abierto en canal ante nuestros ojos mientras unos y otros, siguiendo su propio camino, parecen ignorarlo.
Europa es demasiado vieja para no saber que todo el posible… e imprevisible. El simple atentado al heredero del Imperio Austrohúngaro provocó la primera guerra mundial, y las sanciones de posguerra a Alemania, la segunda. Hoy día existen países impensables, como un Chipre que sólo es media isla, o un Kosovo que algunos —entre ellos España— aún no han reconocido.
Por lo mismo, hace 40 años en Cataluña apenas si había independentistas y ahora, por la ceguera culpable y reiterada de muchos, ya ven.
¿Nos hemos parado a pensar qué podría suponer la fragmentación del mercado español con la pérdida del 20% de su PIB? ¿Y el efecto secesionista de contagio en otras regiones? ¿Y el efecto periférico en el vecino pancatalanismo de las Baleares y algunas comarcas de la Comunidad Valenciana?
No parece que nadie lo haya hecho, ni Gobierno ni oposición. Pero también la Europa satisfecha y biempensante, sometida a una crisis que puede acabar con ella, esconde la cabeza ante posibles repercusiones a medio plazo desde Flandes al sur de Francia y desde Escocia a la fronteriza Ucrania.
Estamos, pues, sentados todos frente a la caja de Pandora y nadie se atreve a reflexionar en voz alta en cómo solventar el problema.  

domingo, 8 de septiembre de 2013

Freírnos a impuestos



Menos mal que el COI no ha dado los Juegos Olímpicos a Madrid. De haberlo hecho no se habría cumplido la propuesta de Mariano Rajoy de bajarnos los impuestos en 2015. Un incumplimiento más.
A lo mejor, ni por ésas, ya que nos advertía el cínico socialista Tierno Galván de que “las promesas electorales están hechas para incumplirlas”. ¡Si lo sabría él!
Lo que mejor se acomoda a ese aforismo son los impuestos, sin duda. Cuando estaba en la oposición, el hoy ministro Cristóbal Montoro despotricaba contra su subida por Rodríguez Zapatero ya que eso frenaba la actividad económica y aumentaba el paro. Ahora, que es él quien los sube, lo hace porque generan recursos y permiten crear empleo.
O una cosa, o la contraria. Pero, si resulta que es así, ¿por qué cometer el error de rebajarlos dentro de un año, justo en vísperas de las elecciones generales?
Sencillamente, porque los políticos suelen preferir su conveniencia a la verdad y sacrificar sus convicciones en aras de mantenerse en sus cargos públicos.
Retomemos el tema de los impuestos. En época de vacas gordas, cuando las Comunidades Autónomas se dedicaban sólo a gastar y el Estado central corría con el coste de la juerga, lo fetén era ver quién de ellas rebajaba más los impuestos autonómicos. O mejor aún, los hacía desaparecer, como el impuesto de Sucesiones.
El precursor fue el Gobierno vasco, para que volviesen ciudadanos exiliados por culpa de ETA, con el bonito argumento de que se trataba de un “impuesto confiscatorio”, ya que se imponía a “rentas ya grabadas en el momento en que se obtuvieron”.
Ahora, cuando las CCAA no tienen un duro y el Estado les aprieta las tuercas del déficit público, empiezan a reimplantar el citado impuesto al que lo ven ya como “algo progresivo que propende a un justo reparto de rentas”. ¡Toma ya!
Si seguimos —que seguiremos— utilizando los impuestos con esa alegre e impune desfachatez, no nos extrañemos que algún día un Gobierno autónomo —el de Artur Mas, por ejemplo— proponga reducir tributos a quienes se instalen en aquella región, o sea, se nacionalicen, para tener así más población independentista.
Con los impuestos, está visto, todo es posible.