Ni
yo ni nadie sabe a estas alturas cómo acabará el plantón de la constructora
Sacyr en las obras para ampliar el Canal de Panamá.
La
empresa española dice que no le salen las cuentas y que necesita mil millones
más de lo presupuestado para concluir las dichosas obras. Así, mientras la pertinente
autoridad panameña no se los abone estarán parados los gigantescos trabajos de
seis años, a solo otro más de su prevista finalización.
¿Tan
mal calculó Sacyr en su día los costes de la obra proyectada? ¿Qué misterio
imponderable ha encarecido de repente los presupuestos un 30% sobre la cifra
inicialmente estimada?
La
mayúscula sospecha es que el grupo constructor liderado por la empresa española
ofertó a la baja en su pliego de licitación para así conseguir el sustancioso
contrato, sabiendo que luego subiría los costes y que la otra parte acabaría
por abonarlos. ¿Acaso no ha sucedido siempre así en España cuando quien paga es
la Administración Pública, quien en vez de rascarse su propio bolsillo lo hace
con el de los sufridos contribuyentes?
Esa
es la madre del cordero: que prácticamente no hay obra pública en nuestro país
sin su correspondiente sobrecoste. Eso lo sabe muy bien, por ejemplo, Santiago Calatrava, que ha esquilmado a
la Valencia de Paco Camps, pero que
se ha encontrado con problemas legales al querer hacer lo propio desde Nueva
York hasta Venecia.
Lo
peor de este turbio asunto es el daño irreparable que puede sufrir la marca España que enarbolan muchas multinacionales
de nuestro país, que son empresas punteras a escala mundial en obra civil,
energía, transporte o telecomunicaciones.
Y
es que una cosa es pretender engañar a los de casa y otra muy distinta hacerlo a
los de fuera.
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