jueves, 16 de enero de 2014

Morirse a su hora



No sé de qué le habrán servido al dirigente israelí Ariel Sharon los ocho años que ha pasado en un coma profundo e irreversible para acabar muriéndose.
Reconozco que éste es un tema delicado, lleno de sutilezas y de prejuicios personales. Pero, al final, sólo ha supuesto el gasto de cientos de miles de euros, en detrimento, quiérase o no, de otros pacientes seguramente menos importantes políticamente y menos ricos que él.
Qué quieren que les diga: a mí me parece injusto y contraproducente el ensañamiento que supone mantener con vida a una persona más allá de sus posibilidades vitales reales. Como creo en el derecho a morir dignamente, soy partidario de firmar el testamento vital donde esa cuestión queda bien clarita; y no lo soy de la eutanasia simplemente porque no es legal, que si lo fuera…
Los humanos no estamos concebidos para durar siempre. Tampoco para que nos alarguen la existencia hasta los 120 o los 130 años, al menos con nuestra actual estructura orgánica, por mucho que la medicina pueda mantenernos con vida vegetativa. Por eso, considero mucho más sensato, más justo y más honesto, dedicar los recursos sanitarios —por desgracia, cada vez más escasos— a las personas con más futuro por delante.
Una expresión parecida a ésta del ministro japonés Taro Aso provocó un gran escándalo hace ahora un año. Pero el hombre, a sus 73 años, ahí sigue erre que erre. Uno, que también es septuagenario, como él, no entiende la hipocresía colectiva de querer conservar la vida a quienes ni de hecho ya la tienen ni la van a poder recuperar nunca.
Pienso que la solidaridad social consiste precisamente en lo contrario: en no alargar artificialmente la vida propia para que así pueda mejorarse la de quienes aún pueden gozar plenamente de ella. Por eso, más que objeto de escándalo, estas palabras sólo buscan ser motivo de reflexión.      

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