Acabo
de conocer a un rumano, Zsonbor
Ketesztes, que se cabrea si le dicen que es rumano porque, a pesar de su
pasaporte, él se considera miembro de la minoría húngara de Transilvania.
Y es que los individuos se sienten de
una comunidad u otra, más allá de lo que digan sus documentos oficiales. Les
pasa aquí a bastantes catalanes y a un menor número de vascos, a quienes les
cuesta sentirse españoles.
Eso se debe a la existencia de lo que
se llama naciones sin Estado, asunto común a muchísima gente de varios
continentes y que no tiene porqué constituir un problema. Pero, por si acaso,
en la Europa de la posguerra intentaron solucionarlo con deportaciones masivas
de grupos humanos de un país a otro, en una terrible tragedia colectiva que
explica detalladamente Keith Lowe en
su deprimente y esclarecedor libro Continente
salvaje.
Como eso, obviamente, nunca llegó a
arreglarse del todo, medio siglo después los nativos de los Balcanes trataron
de remediarlo por su cuenta, matándose con saña unos a otros y creando siete
Estados donde antes sólo existía Yugoslavia.
Pero, ¿de dónde es realmente uno?
En el fondo, eso depende de cada cual.
Para algunos, como el fallecido futbolista Ladislao
Kubala, sólo era cuestión de oportunismo profesional, habiendo defendido él
sucesivamente la camiseta de Hungría, Checoslovaquia y España sin haberse
ruborizado por ello.
Otros, en cambio, ni siquiera tienen la
ocasión de elegir su propia nacionalidad, como esos miles de estonios que han
quedado entre dos aguas tras la independencia de su país en 1991. Estonia los
considera rusos, debido a sus orígenes cuando la nación formaba parte de la
Unión Soviética, mientras que Rusia no quiere saber nada de unos renegados como
ellos. O sea, que han quedado como apátridas en su propia tierra.
Ya ven si la cuestión de la
nacionalidad resulta peliaguda o no. Algunos lo han resuelto por elevación —o
por reduccionismo, si se prefiere—, como el excelente escritor Claudio Magris, europeísta convencido,
que se declara triestino, para no entrar así en la disputa histórica de la
ciudad de Trieste entre Italia y Eslovenia.
Otro que tal fue el filántropo y Premio
Nobel de la Paz Albert Schweitzer.
Cuando le preguntaban si se sentía francés o alemán, ya que su región había
pertenecido manu militari a ambos
países vecinos, respondía siempre “yo soy
alsaciano”, y a otro perro con ese hueso.
Habitualmente, ya ven, Europa ha sido
la protagonista de sentimientos nacionales excluyentes y antagónicos. Por eso,
a mí me gustan los Estados Unidos, donde uno puede considerarse noruego o
italiano, por aquello de sus ancestros, y al mismo tiempo norteamericano.
Es
decir, que en el fondo se siente de sí mismo, que es lo realmente
importante.
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