martes, 3 de diciembre de 2013

De dónde se siente uno



Acabo de conocer a un rumano, Zsonbor Ketesztes, que se cabrea si le dicen que es rumano porque, a pesar de su pasaporte, él se considera miembro de la minoría húngara de Transilvania.
          Y es que los individuos se sienten de una comunidad u otra, más allá de lo que digan sus documentos oficiales. Les pasa aquí a bastantes catalanes y a un menor número de vascos, a quienes les cuesta sentirse españoles.
        Eso se debe a la existencia de lo que se llama naciones sin Estado, asunto común a muchísima gente de varios continentes y que no tiene porqué constituir un problema. Pero, por si acaso, en la Europa de la posguerra intentaron solucionarlo con deportaciones masivas de grupos humanos de un país a otro, en una terrible tragedia colectiva que explica detalladamente Keith Lowe en su deprimente y esclarecedor libro Continente salvaje.
        Como eso, obviamente, nunca llegó a arreglarse del todo, medio siglo después los nativos de los Balcanes trataron de remediarlo por su cuenta, matándose con saña unos a otros y creando siete Estados donde antes sólo existía Yugoslavia.
          Pero, ¿de dónde es realmente uno?
         En el fondo, eso depende de cada cual. Para algunos, como el fallecido futbolista Ladislao Kubala, sólo era cuestión de oportunismo profesional, habiendo defendido él sucesivamente la camiseta de Hungría, Checoslovaquia y España sin haberse ruborizado por ello.
     Otros, en cambio, ni siquiera tienen la ocasión de elegir su propia nacionalidad, como esos miles de estonios que han quedado entre dos aguas tras la independencia de su país en 1991. Estonia los considera rusos, debido a sus orígenes cuando la nación formaba parte de la Unión Soviética, mientras que Rusia no quiere saber nada de unos renegados como ellos. O sea, que han quedado como apátridas en su propia tierra.
         Ya ven si la cuestión de la nacionalidad resulta peliaguda o no. Algunos lo han resuelto por elevación —o por reduccionismo, si se prefiere—, como el excelente escritor Claudio Magris, europeísta convencido, que se declara triestino, para no entrar así en la disputa histórica de la ciudad de Trieste entre Italia y Eslovenia.
      Otro que tal fue el filántropo y Premio Nobel de la Paz Albert Schweitzer. Cuando le preguntaban si se sentía francés o alemán, ya que su región había pertenecido manu militari a ambos países vecinos, respondía siempre “yo soy alsaciano”, y a otro perro con ese hueso.
         Habitualmente, ya ven, Europa ha sido la protagonista de sentimientos nacionales excluyentes y antagónicos. Por eso, a mí me gustan los Estados Unidos, donde uno puede considerarse noruego o italiano, por aquello de sus ancestros, y al mismo tiempo norteamericano.
Es decir, que en el fondo se siente de sí mismo, que es lo realmente importante.   

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